EL VENDEDOR DE ILUSIONES
Como todos los años, para los días de las fiestas patronales de San Juan El Bautista de Aldea Grande, Alberto Bertollini llegaba al pueblo trayendo consigo su cargamento de Ilusiones, de polvos balsámicos, de naipes adivinatorios, de animales raros, además de un gran apetito y su raro aparato de vidente nómada: La Bola de Cristal.
Entregado en cuerpo y alma por entero a la homeopatía, al esoterismo y a las Artes Misteriosas de la Magia Egipcia y de la adivinación, a la Alquimia de Melquiades y al Arte de hacer Pescaditos de oro como Aureliano Buendía, era una completa amalgama de inquietudes y ocultismo empírico, aprendidos con la lectura de Cien Años de Soledad por Cien veces consecutivas. Cada vez que la leía, había algo nuevo por aprender y anotar en su diario misterioso. Además complementó sus conocimientos con la lectura de La Divina Comedia, la que le ayudó a escalar los infiernos de la vida espiritual…
Se autodenominaba el Profesor San Alberto, tal como decía el llamativo anuncio que ponía en la puerta de su habitación ofreciendo sus servicios entre estrellas de cinco punta o flamígeras, medias lunas, soles, escuadras y ojos gigantescos dentro de un triángulo isósceles, recortados en papel resplandeciente.
Iniciado en la medicina tradicional de los maestros sanadores de los Alpes Italianos, tenía un almacén terapéutico de medicinas contra la ciática, el dolor de muela, el reumatismo crónico, la leptospirosis, el dengue hemorrágico, la pérdida de la memoria; polvos eméticos que acababan con el embarazo no deseado, el mal del cuerpo y con las tenías solitarias; tónicos contra la caída del cabello, los desengaños y la impotencia sexual; tenía pomadas que igualmente curaban la fiebre amarilla, las ulceras equinas y el mal de ojo.
El Profesor San Alberto era un Gran Maestro en las ciencias del bien y del mal, y un experto vendedor de ilusiones.
Su familia la conformaban dos periquitos australianos y un mico vestido de Pancho Villa adiestrado para sacar de una caja papelitos con suerte y atraer a los curiosos que pasaban por su consultorio médico espiritual.
Tenía el cabello amarillo no muy abundante, parecía un Duendecillo Irlandés, cubierto con un sombrero de Copa Alto de color caramelo, al igual que su larga chaqueta de miles bolsillos, de donde sacaba toda su artillería de ilusiones que vender. Tenía la estatura recortada, algo pasado de kilos, de piel blanca rojiza, ojos aceituna y mirada fuerte como el océano; mentón alargado y una gran Maleta de cuero de donde sacaba toda suerte de cosas como compradores de las mismas. Era el prototipo genovés…
Su llegada al pueblo era esperada por un gran número de personas interesadas en comprar ilusiones y consultar sobre dolencias del cuerpo e inquietudes del alma, muchas provenientes de Rio Frio, Sevilla, Guacamayal y toda la Zona Bananera. Siempre se alojaba en el mismo lugar, frente al mar, por respeto a los clientes que lo conocían y que confiaban en él; y, sobre todo, por su apego a los presentimientos. Tenía muchas consultas de damas que iban solo, para admirar el color de su piel y sus ojos esmeraldas…
La primera vez que llegó a Aldea Grande anduvo en busca de un lugar donde instalarse.
Encontró aquella posada en las afueras, pero cuando entró en ella, tuvo el presentimiento de estar en un lugar reservado para su muerte, olfateo anticipadamente su propio cadáver; las paredes recubiertas con ladrillo emitían una raro olor a formol que no se dejaba de sentir, así fuera durante la mañana, el medio día, o al final de la tarde. El aspecto de la posada conservaba aquel extraño olor aun después de los muchos arreglos que se sucedieron en la casa con el correr de los años y mucho después de su muerte…
El dueño de la posada, se llamaba Tomás Bojato, un pescador hábil para los negocios, había adquirido el terreno cuando el pueblo tenía solo unas cuantas calles que empezaban alrededor de una amplia plaza centenaria y que terminaban confundidas con los sembradíos de bananos.
Con el tiempo, el lugar se fue convirtiendo en un mercado persa con vendedoras sentadas debajo de carpas que las protegían del sol y de la lluvia. Tomás Bojato conocía al Profesor San Alberto y le gustaba tratar con él, aunque le inspiraba una mezcla de respeto y temor.
Había aprendido que el Profesor era hombre ilustrado y comprometido; cumplía con sus clientes cuando éstos actuaban de buena fe y también respondía a sus deberes de arrendatario y huésped. Conocía a todos los clientes del Profesor San Alberto, desde los más antiguos hasta los recientes; por su puerta entraron comerciantes, enamorados, mujeres engañadas, dentistas con dolor de muela, amantes impotentes, maridos desesperados, prostitutas, políticos y prófugos de la ley.
Lo había puesto como compadre (padrino de su hijo mayor) y por ese honor organizó un festín enorme en el que el Profesor San Alberto supo afirmar sus dotes de tragón y gran bebedor, pues tenía una reconocida capacidad para tragar macarrones, lasañas picantes, sopas de fideo, chicharrones, tocinetas, almojábanas, empanadas y toda la suerte de las variedades culinarias de la cocina local e italiana.
Cuando el Profesor San Alberto llegó por primera vez a la casa, ésta ya era un posada alegre y dinámica que constaba de tres cuartos y un galpón donde dormían apretados sobre las cargas de guineo, mango de azúcar, coca, cacao, café y toda suerte de mercancías, los mangueros y los bananeros.
Él se acomodó en un pequeño cuarto que daba a la calle donde instaló su consultorio con un cartel de cartulina negra en el que decía: "Curaciones - Adivinación". En la puerta de la habitación colgó una cortina de tiras de popelina comprada en Venecia, de colores rojo, verde y blanco, en honor a la bandera de su país de origen.
Así, todos los años para la época de las fiestas patronales, llegaba con grandes novedades curativas y hechizos, dentro de su chaqueta multi-bolsillos y su enorme maleta, para despertar la fe en causas perdidas. Vendiéndole ilusiones a todo el que acudía a él y muchas veces esas ilusiones se hicieron reales, por la misma fe de sus clientes que en ese realismo mágico confundían lo real con lo fantástico, produciendo en sus mentes una aceptación total de lo querido o deseado.
Conocía a cada persona gracias a su mirada averiguadora, su parla curiosa y por sus manos expertas; sabía encontrar el origen del dolor y el porqué del llanto. Sabio en consejos, a partir de interpretar oráculos, horóscopos, leer las líneas de la mano, la taza de café volteadas, los naipes y las hojas de coca; andaba por los pueblos resolviendo los más complejos e intrincados casos que angustiaban tanto a hombres como a mujeres, a ricos como a pobres, a ignorantes como a letrados: Comprar Ilusiones y él era un Vendedor de ellas totalmente Innato por excelencia.
Tenía tres horarios de Atención al público:
1. Por las mañanas andaba por las calles cargado de su mono y sus pericos australianos, vendiendo sueños e ilusiones en papelitos para la suerte que él escribía durante las noches y que sus animales se encargaban de repartirlos durante el día. Buscaba el lugar más concurrido de los Aldeanos: El Templete y la Plaza que lo contiene, la del Centenario y con voz estudiada anunciaba curaciones, conjuros y la inevitable suerte de sus papelitos que, por ser entregados por animales de selvas tan lejanas como inimaginables, eran infalibles.
2. En las tardes atendía a los clientes pudientes, reservando para ellos las sesiones especiales. Venían los empleados de mayor categoría de la United Fruit Company y le pagaban en dólares.
3. Durante las noches se dedicaba a la atención de casos corrientes, de gente pobre pero con fe. Los acomodaba en precios e ilusiones.
Las últimas llegadas del Profesor San Alberto fueron diferentes, comía menos, había enflaquecido y su piel comenzó a tomar un ligero colorante amarillento. Ya no deleitaba las parrandas con ocurrencias de mago ni se lo veía rondar por los puestos de comida con su cajón de suertero y su fauna milagrera. Se hizo más reservado, dejó de salir a las calles para ofrecer sus famosos papelitos con suerte y se quedaba en su consultorio médico espiritual reclinado en una silla y a menudo se lo veía tomar los menjurjes que él mismo preparaba para sus clientes o, sentado a la sombra del corredor, pasaba horas mirando el mar Caribe. Fue así que empezó a perder clientes. No eran sino algunos, los más conocidos, más por miedo al cambio en asuntos tan delicados como la salud y la magia que por confianza en el profesor, que continuaban buscando sus servicios.
La última vez llegó en una fecha no esperada, de su cargamento de astrólogo y curandero sólo quedaba un cajón con ropa, la maleta con hierbas medicinales y el mico vestido de Pancho villa, los periquitos australianos habían muerto. Estaba amarillo, descarnado, casi sin cabellos, unos cuantos pelos monos quedaban en su testa, cual mango de hilacha consumido, y tenía los ojos hundidos y afiebrados.
Se presentó ante Tomás Bojato pidiendo alojamiento. Su compadre se ocupó de desocupar el cuarto a una pareja de comerciantes para acomodarlo; después, él mismo se encargó de preparar las medicinas y de atenderlo en su lecho de enfermo. Una madrugada, de las últimas del mes de abril, trajo a un curandero de la sierra nevada, amigo suyo conocedor de naturismo y sabio para leer en coca.
El hombre llegó en medio de una lluvia pequeña y borrascosa que azotaba las paredes de ladrillo y los techos de eternit de la casa. En su cuarto, San Alberto soñaba con personas desconocidas y con lugares remotos, se sentía como gondolero en Venecia y allí vendía ilusiones a todos los novios de las góndolas. Se veía atravesando la Torre Inclinada de Pisa y la enderezó por petición de unos enamorados y campiñas suizas donde repartía flores e ilusiones a un campamento de recién casados, repartió amuletos y papelitos con suerte a gente de Francia, que lo recibía con los brazos abiertos, en una actitud de saludo y despedida al mismo tiempo.
Así lo encontró el curandero de la sierra nevada, en la penumbra del cuarto, bajo el ligero rumor de la lluvia.
De rodillas, inclinado frente a la cama del Profesor San Alberto, el hombre sacó de una pequeña mochila unas cuantas hojas de coca, las miró largamente y luego se dedicó a contemplar a Alberto durante un buen rato; después, volvió a echar las hojas en la mochila.
---- No hay nada que hacer don Tomás, tu compadre está en las últimas, ya casi no le queda aliento, sentenció el curandero con voz entristecida, para después añadir; aquí está, la coca no miente.
---- Así es don Cosmos (así llamaban al curandero), dijo Alberto en medio de su agonía, la coca no miente. Y volvió a sumergirse en su mundo de recuerdos y despedidas.
Afuera, el viento y la lluvia jugaban con las copas de los árboles y se estrellaban estremecidas contra las casas de ladrillos rojos y grandes, tipos coloniales.
Tomás quedó desamparado. Desde un rincón observaba la escena, miraba a su compadre agonizante, perdido en los herméticos caminos de los recuerdos. Ese hombre que nada podía hacer contra su propio destino, había conseguido cambiar muchas vidas, vender sueños a los corazones tristes de los desesperados, calmar dolores incurables, aconsejar negocios, promover matrimonios, arreglar viajes y vender ilusiones en papelitos con suerte a lo largo de las ferias y plazas de todos los pueblos de este mundo Macondiano que le había tocado atravesar.
Alberto Bertollini, médico naturista y espiritual, con estampa de Duende Irlandés, mejor conocido como el Profesor San Alberto, murió, corroído por un cáncer incurable, en la madrugada de un día de otoño, en aquel cuarto de paredes lúgubres con olor a formol.
La sombra del curandero se proyectaba sobre la figura de Alberto que se quedó contemplando el techo de la habitación. Esa escena, sutilmente iluminada por la luz de la vela, quedó grabada para siempre en la memoria de Tomás y así fue como recordaría a su compadre por el resto de su vida…
Desde entonces las fiestas patronales de Aldea grande quedaron huérfanas del Vendedor de Ilusiones…