Al profesor cuchilla
Suele ocurrir que cuando sorprendemos a un estudiante cometiendo una falta grave, procedemos a llevar el caso hasta las últimas consecuencias.
Los reglamentos dicen exactamente cuál es el procedimiento y cuáles las sanciones, así es que debemos actuar sin miramientos.
Con esa actitud pedagógica centrada en el profesor, que n
os hace fungir como dueños supremos del conocimiento y máxima autoridad de la clase, hacemos recaer sobre el transgresor todo el peso de la ley.
Es probable que el sujeto no haya leído esos textos inspiradores que son los reglamentos. Pero el desconocimiento de la norma no es óbice para cumplirla.
Nosotros mismos, de pronto, tampoco nos ocupamos de que el estudiante hubiera aprehendido esos códigos, pero he aquí un capturado en flagrancia. Llevábamos mucho tiempo sospechando de que todos eran unos ladrones del conocimiento, y esos forajidos habían burlado nuestras estrategias.
Paranoicos, como estábamos, hasta adquirimos un software sofisticado que detecta el más ligero asomo de plagio. Y hoy tenemos la cabeza de uno. Por fin. Ya no se volverán a burlar de nuestra potestad. Que el castigo sea ejemplarizante. Los demás, aprenderán. El bandido no sabe lo que se le viene encima. O, ¿tal vez sí?
Cuando la decisión final del tribunal conspicuo de las buenas normas dicte su veredicto, el mundo se le vendrá encima.
De nada servirán el historial de conducta que traía hasta la fecha ni el compendio honesto de trabajos que presentaba, pues para los efectos, todo su expediente hoy queda bajo recelo.
Tampoco, sus manifestaciones de arrepentimiento ni sus pedidos de perdón en público cuando se enteró, finalmente, de la gravedad de su acción.
Y, mucho menos, las lágrimas de la madre que, como pudo, averiguó el nombre del profesor y lo esperó a la salida de una clase para implorarle clemencia.
Aquí no hay nada que hacer, mi señora. Dura lex sed lex. No me venga ahora con que es madre soltera, o que su hijo estaba pasando por un mal momento emocional, o que está becado y perderá ese beneficio, o que asiste a tratamiento psicológico. ¡Imagínese! Si uno se pusiera a revisar la historia de cada delincuente, no habría presos en las cárceles.
No valen atenuantes. La decisión final será la más severa. Como tiene que ser. Una carta que citará con cuidado cada norma violada y exaltará la condena como ejemplo ante toda la comunidad dará cuenta del veredicto.
El fallo es definitivo e irreductible, y no contempla siquiera una posibilidad de resocialización como la que el sistema carcelario propone, inclusive, para los peores delincuentes, a fin de educar o acompañar a este condenado.
Que él vea lo que hace. Si se acaba su proyecto de vida profesional, es su problema.
Nosotros seguiremos impartiendo sabiduría, con el pecho pomposo, y mostrando el trofeo de nuestra pericia, así del otro lado esté destrozando a una familia.
No es, estimados colegas, para hacer laxas las obligaciones en un sistema que tiene que ser reglado para que funcione. Es simplemente para tener en cuenta que cuando solo miramos la norma dejamos de ver las historias de vida.
amartinez@uninorte.edu.co
@AlbertoMtinezM
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