El Heraldo

Basta una mirada torva

No cabe duda de que una fugaz mirada tiene poder para elevarnos en soberbios torbellinos hacia el cielo, o arrastrarnos hacia el fango del infierno terrenal. La mirada, la informante insobornable, es un camino expedito entre la interioridad y el mundo externo, una forma de lenguaje no verbal diestra en revelar lo que procesa el cerebro. “El cerebro humano, producto de 500.000 años de evolución, es un sistema capaz de hacer hipótesis sobre lo que hay afuera”, señaló el científico colombiano Rodolfo Llinás, refiriéndose al sistema que gobierna las funciones corporales vinculado a una cualidad netamente humana, como son las emociones. Estos estados de excitación emocional de la vida cotidiana, que nos menean como partículas al viento entre el nosotros y el yo, se instalan en la mirada, confiriéndole el vigor mediante el cual nos relacionamos con el mundo, hasta el punto que mirar o ser mirado, así como abre una puerta a las delicias de la carne, puede operar como mecanismo autorregulador; y si en el proceso de civilización la conducta humana exigió la creación de normas jurídicas para atajar al trasgresor que todos llevamos dentro, el ejercicio de convivencia demandó la sanción social para complementarlas. Es un derecho de nacimiento que en algunas sociedades se ejerce de forma tan rigurosa como la sanción penal, mediante el cual es posible rechazar lo que infrinja las normas establecidas por una comunidad.

En Singapur, por ejemplo, una ciudad en la que arrojar colillas al piso conlleva una multa de cientos de dólares, a la hora de utilizar el espacio público azuzados por el vicio de fumar son más desalentadoras las severas miradas orientales, que el temor a ser sancionado penalmente. En los ascensores de Hong Kong fijan avisos que advierten la multa de 5.000 dólares locales a quien fume dentro de ellos, pero es más irresistible la idea de ser traspasados por las dagas que se asoman a los ojos de un ciudadano molesto, que la de ser exigidos a cumplir con la sanción económica que impone el Estado.

Distintas las cosas acá. En Colombia la sanción social es una herramienta que el ciudadano promedio desestima, y, si decide ejercerla, probablemente lo hará a través de las redes sociales, en donde se perderá entre las muchas toneladas de basura que allí llegan. Unos cuantos se aventuran a denunciar su repudio a ciertos actos reprobables, como el caso de Julián Mulato Escobar, el hombre que fue filmado cuando lanzaba una piedra sobre un bus de Transmilenio. Indignante, ciertamente, pero un caso elemental. Mientras tanto, ¿cómo opera la sanción social sobre los involucrados en los líos de Interbolsa, SaludCoop, Reficar, Agro Ingreso Seguro, Caprecom y otros tantos que involucran a la élite colombiana? Porque muchos continúan aceptados y adulados en la escena social capitalina o provincial, y ni una mirada torva los castiga.

berthicaramos@gmail.com

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