No es que el año que termina haya sido peor que los anteriores; el mundo no puede cambiar tanto en tan poco tiempo. Es solo que algunos hechos, que generalmente son el resultado de la incubación prolongada de alguna de nuestras infecciones humanas, adquieren una notoriedad asimilable al espectáculo de la erupción volcánica que se ha gestado en las entrañas de la tierra, en silencio y por siglos.

Muchos piensan que la sorpresa es una capacidad, una virtud, una suerte de carta guardada que se juega en los momentos definitivos para recordarnos a nosotros y a los otros que aún existe algo de bondad en este mundo repleto de insensatez. Por eso seguimos abriendo la boca, congelando por algunos segundos el rictus propio de la estupefacción que aprendimos sin querer de las telenovelas mexicanas, cada vez que sucede algo que nos empeñábamos en no anticipar.

Boca abierta luego del brexit, como si Gran Bretaña fuese un lugar de gente perfecta; boca abierta luego del triunfo del ‘No’ en Colombia, como si los colombianos fuésemos pacíficos; boca abierta luego de la victoria de Trump, como si Estados Unidos estuviese obligado a renunciar a sus mezquindades. Y antes y después, ensayamos la mueca de los atónitos a propósito de la corrupción en Reficar, de la iniciativa antisocial y amoral del dúo Morales-Lucio, de la violación y asesinato de Yuliana Samboní, del cocotazo del vicepresidente, como si aquí no campeara la corrupción, la amoralidad y la violencia. Los más enterados nos helamos de estupor cuando nos llegaron noticias de algún atentado terrorista en Europa, de los bombardeos indiscriminados en Alepo, de las maneras cavernarias del presidente de Filipinas, como si la barbarie no fuese una pulsión exclusiva e irremediablemente humana.

En el colmo de la puerilidad, nos atrevemos también a sorprendernos de la muerte de algunos personajes ilustres, muchos de los cuales eran ancianos esperando el descanso decente de la inexistencia. ¿Pero cómo va a ser posible que se hayan muerto Leonard Cohen (82 años), Nelson Pinedo (88 años), Édgar Perea (81 años), Fidel Castro (90 años), Umberto Eco (84 años)?

Tal parece que vivimos convencidos de que el mundo que hemos ayudado a construir es un paraíso hecho de sonrisas e interminables campos dorados, lejano de la maldad y la intolerancia. Y nos parece un despropósito, una excepción, una exageración de la casualidad, que los otros –siempre los otros– asesinen, roben, bombardeen, discriminen, torturen, violen, engañen y hasta tengan la desfachatez de morirse sin avisar.

Poco antes del fin de año sé de una mujer que lloró sus ojos luego del triunfo del ‘No’ en el plebiscito colombiano de octubre, que ese día fue a votar por la paz y la reconciliación, y que no permite desde hace 4 años que su hijo de 12 vea a su papá, todo por un asunto de dinero. Abro mi boca, por supuesto, y ensayo el mohín de los sorprendidos, como si hubiera sido legítimo creer alguna vez en la extinción de la vileza.

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