Se me acercó con todo su desparpajo de vago callejero y fue directo al grano: “One dollar for a beer!”. Como mi dignidad tercermundista me impide darles limosnas a ciudadanos de potencias extranjeras, le dije de inmediato que no habría dólar, y mucho menos para cerveza.

Ya era cerca de la medianoche y estábamos en un 7-Eleven del transitado bulevar de Santa Mónica, zona oeste de Los Ángeles. Allí, en ese supermercado “de conveniencia”, este inconveniente sujeto, que parecía rasurado a cuchillazos, andrajoso y resoplando alcohol hasta por las orejas, ejercía su vida alrededor de un refrigerador: el de las cervezas.

El hombre volvió a acercárseme, esta vez con una humeante y helada botella en la mano: “¿Usted sabe cuántas cervezas me he tomado yo en la vida?”.

Mi primer impulso fue el de ignorar al tipo, pero la verdad es que acababa de darme en el blanco de la curiosidad. “¿Cuántas?”, le pregunté.

“No sé”, respondió. “Tendríamos que contarlas”.

Como nadie me esperaba en casa, y tenía tiempo para matar, decidí seguirle la corriente a aquel súbito acertijo callejero.
—¿Cuándo empezó a tomar cerveza?—le pregunté en tono de empadronador.
—Yo comencé a los nueve años…
—¿Tan joven?

Me relató entonces que su madre, una educadora de Nueva York, lo había criado sola con mucho esmero y dedicación. Cuando él tenía ocho años, ella se casó con un vendedor de autos, un tipo llamado Chip Callaway, abnegado trabajador, pero celoso, violento y con una compulsiva afición por la bebida. “Mantenía la nevera de la casa llena de cervezas”, me confió.

Mi súbito amigo me explicó que desde el mismo momento del matrimonio sintió unos celos irresistibles hacia aquel intruso que le había robado la dulce exclusividad de su madre, quien no volvió a prestarle la atención de antes. Buscó una manera de expresar su rebeldía y la encontró allí mismo, en la nevera de su casa. Desde entonces comenzó a beberse por lo menos seis cervezas al día.

“OK”, le dije sacando la libreta y el bolígrafo. “¿Cuántos años tiene usted hoy?”.

El hombre no tenía ni idea. En la calle se pierden hasta los cumpleaños. Sólo me dijo que había nacido en 1943. “Perfecto”, le dije. “Usted tiene 54 años”. Multipliqué rápido por 365 y le anuncié: “Ha vivido 19.710 días y comenzó a beber a los nueve. A seis cervezas por día nos da un total de… 98.500…”.

“No”, me interrumpió. “Así va mal”.

Procedió a contarme que cuando terminó el colegio, su madre le consiguió una beca para la Universidad de Boston. “Decidí entonces que no bebería más y que me dedicaría a estudiar. Pero al año me aburrí, conseguí un empleo como obrero nocturno, mandé al diablo la universidad, y volví a beber…”.

“Muy bien”, le dije. “Entonces tenemos que descontar un año…”.

“Más que un año”, me aclaró. “Tres años más tarde conocí a Olivia. Era una rubia absolutamente hermosa, tan linda como esa mujer que usted ve allí”. Me señala entonces con su mano temblorosa un afiche promocional en el que aparece nadie menos que la actriz Sharon Stone, insinuante, piernas largas y doradas, un profundo escote.

“Ella era buena. Me quería, pero me dijo que si seguía bebiendo iba a dejarme. Yo le aseguré que pararía, pero una noche me encontró perdido de la borrachera y me dejó…”.

El borracho está contando la historia con tanta vehemencia que el dependiente nocturno del 7-Eleven —un iraquí que exhibe el nombre de Alí en su uniforme rojo con verde— se olvida de la revista que está leyendo y comienza a escuchar con detenimiento.

“Le juré a Olivia que dejaría de beber y lo hice. Seis meses después nos casamos. Teníamos buenos empleos y la pasábamos bien. Pero al cabo de un año comenzamos a aburrirnos. Hasta que me la encontré haciendo el amor con un tipo en la cocina. Terminamos divorciándonos y desde entonces no he parado de beber…”.

Me dispuse entonces a redondear la cuenta. “A los 16.425 días hay que restarles un año de universidad y uno y medio con Olivia, es decir 912 días…”.

“Y hay que sumarles los dos años que viví con Cathleen. Ella no era bonita, pero sí muy rica. Le gustaba la cerveza tanto como a mí y ese tiempo bebí el doble…”.

El iraquí se ríe. Yo sigo con mis cuentas y finalmente le anuncio:

“Usted se ha bebido por lo menos 97.458 cervezas. A precio de hoy usted se ha gastado 48.729 dólares en cerveza. Con eso se hubiera podido pagar dos carreras universitarias…”.

“Sí, pero no me la hubiera pasado tan bueno”, responde con una risotada.

Mira entonces hacia el refrigerador que ilumina su vida y atisba a un tipo con abdomen de barril que está sacando un paquete de seis botellas de Budweiser. Entonces se marcha con aire casual y sin despedirse, como si no se hubiera dado cuenta de que me ha dejado su vida embotellada, entre el vidrio ocre de una cerveza rogada.