El matadero
La palabra se me vuelve imagen: un corral rodeado de cercas de madera: unas vigas de color sucio en las que uno apoyaba los pies y, más arriba, los brazos para ver a los carniceros que destripaban un novillo entre charcos de sangre. Eso era un matadero en aquellos tiempos en que las palabras acumulaban contenidos.
Esa es hoy la palabra con que asocio lo que encuentro en las noticias sobre Gaza. Ni Hamás, ni el Israel de los bombardeos despiertan mi simpatía. Esta la reservo para esos hombres y mujeres que veo doblegados y descompuestos por el sufrimiento ante sus casas arruinadas o frente a los cadáveres de los suyos. Comparto la indignación del hombre que ve pasar el cadáver de un niño que jugaba en una playa. Hasta allí llegó la bomba que los mató a él y a otros tres. Participo de ese ¿por qué? rabioso que se oyó ayer. Hay indignación en las preguntas que se vienen acumulando desde que aparecieron los cadáveres de tres adolescentes.
¿Tiene sentido, después de esta larguísima historia de los humanos, que se mate a alguien y se diga que “la violencia es la partera de la historia”? ¿Hay algún problema que no se pueda resolver hablando y sin abdicar de la inteligencia?
La fuerza no doblega las razones, nunca lo ha hecho, y quien se somete por miedo, suele mantener enhiestas, aunque en silencio, sus razones, de modo que más temprano que tarde el conflicto volverá a aparecer. Ante este hecho reiterado en la historia, ¿por qué insistir en el uso de la fuerza? Es la terquedad que ha convertido las naciones en unos mataderos. Sucede en Irak, en Ucrania, en Nigeria, en Israel y en Palestina, ah, y en Colombia.
Forma parte del credo del ELN, de las Farc, de los paramilitares de todas las pelambres, y de esos policías y soldados que delegan en sus armas el poder de su cerebro, que los conflictos se resuelven con la fuerza. Pero nunca ha sido así.
De aquella imagen del matadero aun debo recordar un elemento que, quizás por repugnancia, no mencioné. (La memoria también tiene su estética) : los gallinazos que, posados en la cerca de enfrente, estaban al acecho . El plumaje negro recogido contra sus costados, los picos agudos como lanzas, y esos ojillos redondos, brillantes y alertas, se veían como los invitados a un banquete, expectantes. Para ellos la matanza era la oportunidad y, por eso, estaban ahí y nadie podría alejarlos: el matadero era su ambiente.
En este matadero de Gaza o de Colombia, el nombre es lo de menos, también están presentes con su reclamo en favor de la matanza, las aves carroñeras.
Los fabricantes y traficantes de armas, desde luego. Pero con ellos los que por fanatismo político o por odios enquistados defienden la guerra. Almas buenas recitan, como una letanía, la necesidad de que la paz se pacte sin pagar ningún precio; no tan buenas son las almas de los políticos que solo aceptan una paz hecha con armas capaces de aniquilar al adversario, o los que aceptan una paz que les produzca beneficios económicos, o electorales, o sociales. Estos son los que mantienen en el mundo y en Colombia el ambiente infecto de un matadero.
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