Son de Negro
Quién es el extranjero? ¿Reconocéis su andar?/Es el que vuelve con un sabor de eternidad en la garganta/Con un olor de olvido en los cabellos/Con un sonar de venas misteriosas/Es este que está llorando el universo/Que sobrepasó la muerte y el rumor de la selva secreta” Vicente Huidobro.
El calor del domingo era opresivo en Barranquilla. Finalizaba el junio de luz resplandeciente, y ya el julio abrasador se atrevía a sucederlo sin asomo de pudicia; tajante, colmado de los olores que julio sabe mezclar con la exactitud de un perfumista. Quizá la fuerza de aquel olor, resurgido de los meandros de la memoria, fue la que arrastró al pequeño grupo de nostálgicos que emprendimos viaje al Sur. A ese Sur pleno de festividades que prometían estar a tono con el verano Caribe.
Nos llamaban los tambores, el golpeteo de las tabletas, la resonancia de las palmas y la jubilosa lamentación de los juglares. Nos llamaba un Son de Negro propagado entre las callejas polvorientas de Santa Lucía, como una prueba del retorno permanente del hombre hacia sus orígenes.
A medida que nos alejamos de Barranquilla, el Sur del Departamento del Atlántico se insinuó en el horizonte ceñido por un enorme temporal; sin embargo, los nostálgicos no teníamos escape, perseguíamos el Sur con la ciega obstinación que comanda todo acto maquinal, y al cabo de largo tiempo bajo el calor, como un sonoro espejismo pasamos, una tras otra, las cantinas de Campo de la Cruz, tomando la carretera a Santa Lucía. Allí, enmarcados por la luz de las centellas, los vestigios de la catástrofe estaban presentes.
Para entonces, las nubes habían bajado creando el clima propicio para cruzar aquel territorio devastado por la ruptura del Canal del Dique en el año 2010. Allí están los esqueletos de árboles centenarios, allá el rastro farragoso de lo que fuera un cauce mortal, allí están los campesinos que transitan con su carga de congojas, allá están la soledad, y el abandono. En un recodo del camino, levantadas pulcramente como si fueran la recreación de un campamento bananero, o un proyecto humanitario en el corazón del África subsahariana, están las casas construidas por el Fondo de Adaptación para los damnificados por el desastre.
Palafíticas, solitarias, blancas, limpias, esperando después de dos años y siete meses, que se desaten los lazos que anudan la ineficiencia burocrática, para llenarse de los lamentos ancestrales y los festejos redentores de quienes fueron tocados por la tragedia.
Caían la tarde y la lluvia al llegar a Santa Lucía, y los nostálgicos creímos que el aguacero nos privaría de la fiesta. Pero estas comunidades congregadas alrededor de la festividad de Son de Negro, parece que poseyeran el poder de conjurar la adversidad con los meneos espasmódicos con que han sabido mofarse de su destino de esclavos; realizaron su ritual de tradición reafirmando que ya no son extranjeros, que Son de Negro le pertenece a una parte del país que sí tiene identidad: el Caribe. Por tal razón, la preservación del patrimonio cultural no puede ser una idea romanticona, sino un deber cotidiano; un compromiso con la realidad económica y social de dichas comunidades, que requiere de la firme voluntad política de nuestra miope dirigencia.
Por Bertha C. Ramos
berthicaramos@gmail.com
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