Tiempo para redescubrir
“Descubrir lo desconocido no es una especialidad de Simbad, de Erik el Rojo o de Copérnico. No hay un solo hombre que no sea un descubridor. Empieza descubriendo lo amargo, lo salado, lo cóncavo, lo liso, lo áspero, los siete colores del arco iris y las veintitantas letras del alfabeto; pasa por los rostros, los mapas, los animales y los astros; concluye por la duda o por la fe y por la certidumbre casi total de su propia ignorancia.”
En un proceso de ordenamiento que bien pudiera evocar al de La Creación, –el pasaje del Génesis que describe cómo el caos en que se hallaba la materia fue ordenado por un Dios que en el principio de los principios creó los cielos y la tierra, las tinieblas y la luz, las aguas, la hierba verde, el sol, la luna y las estrellas, los grandes monstruos marinos, los animales terrestres, al hombre y a la mujer– cuando el ser humano nace se encuentra con la tarea monumental de organizar el caótico universo a que se enfrenta. Un universo dominado arbitrariamente por las ideas, las sensaciones, los sentimientos y los objetos, al que no podría acceder si no fuera porque, como bien lo dice Borges en el prólogo de su libro Atlas, no hay un solo hombre que no sea un descubridor. Todo hombre es un explorador innato que obedece a la vocación de develar aquello que se presenta ante sus ojos como un misterio; un obstinado sabueso dotado de una increíble habilidad para almacenar ese aprendizaje en los recovecos de la memoria, herramientas con que puede unificar el disgregado universo en que aterriza y cuya interpretación lo ha llevado a ubicarse a la cabeza de la escala evolutiva. Y, aunque los seres humanos se estructuran de maneras muy diversas según sean sus percepciones, no hay uno solo de ellos que no sea un descubridor. No hay quien se haya resistido a la aventura de conocer lo desconocido, ni a las discretas promesas que provienen de los puentes, o a los ocultos llamados procedentes de las bocas entreabiertas; no hay quien no haya imaginado el cruce providencial donde se origina el viento, ni el procaz ojo de fuego que despide los fluidos de la tierra. No hay quien no se haya preciado de saber la diferencia entre filamento y firmamento, entre un hilo, una hebra y una cebra, una siembra y una siega, una ciega y una hembra. No hay humano que no pueda descifrar los temblores de los pliegues corporales o las claves de las crestas papilares. No hay hombre que no claudique ante el delirio que provoca un descubrimiento.
Por tal razón los enigmas que no alcanza a develar y ponen de manifiesto sus muchas limitaciones, además de evidenciar las enormes proporciones de su desconocimiento, lo conducen a la fe. A esa fe que se renueva cada año durante las celebraciones de la Semana Mayor, quizá el tiempo más propicio para redescubrir ciertas cosas que creíamos descubiertas. Un buen punto de partida sería reconsiderar que la fe tenga carácter conclusivo, que aparezca donde está lo incomprensible, que opere como un final. En su lugar, atreverse a disfrutar de una fe inaugural, una fe preparatoria que sea una puerta franca hacia el asombro.
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