El Heraldo
Gabo baila con su esposa Mercedes Barcha durante el Festival Vallenato en 1983, en Valledupar. Archivo
Cultura

El vallenato, elemento inspirador de la obra de GGM

Discurso del vicepresidente de la República, Gustavo Bell Lemus, durante la instalación del Primer Foro Internacional sobre la obra de Gabriel García Márquez.

Quisiera, antes que todo, expresar mi gratitud a los organizadores del XXXIII Festival de la Leyenda Vallenata por la generosa distinción de invitarme a instalar este seminario internacional de expertos sobre la vida y obra de Gabriel García Márquez, nuestro poeta y juglar mayor.

 

Debo confesar, sin embargo, que cuando me senté frente al computador para intentar escribir estas palabras esa gratitud casi se convierte en resentimiento por la abrumadora responsabilidad que significa decir algo nuevo sobre Gabo, sobre todo ante semejante audiencia de especialistas en el Maestro.

Recordé entonces el sabio consejo de Rilke al joven poeta en sus célebres cartas, cuando le recomendaba que en vez de escribir inicialmente poemas de amor–un campo donde ya existían grandes e insuperables creaciones y donde era, por lo tanto, muy difícil cuando no imposible escribir algo novedoso y original– se adentrara en su mundo interior y en sus propias vivencias personales para ver si tenía algo que contarle al mundo.

No soy un experto en la obras de García Márquez y jamás pretenderé serlo. Entre las breves reseñas que he escrito sobre algunas novelas– que no superan en número los dedos de una mano– no figura ninguna del Maestro por la sencilla y elemental razón de que antes que un crítico literario soy un gozón de la literatura.

No leo novelas para analizarlas sino para disfrutarlas, aunque lo hago en forma metódica y disciplinada. Soy, pues, un lector más entre esa vasta, universal, y anónima legión de devotos de la obra del hijo del telegrafista de Aracataca, y si tengo algo que contar sobre sus obras no puede ser nada distinto al placer que ellas me causaron cual las leí, pero en especial el complejo e inexplicable sentimiento de orgullo patrio pero también de desasosiego que aún experimento.

Me tocó leer, como tarea, Cien años de soledad cuando cursaba cuarto año de bachillerato y compararla con la Ilíada. Semejante empresa por supuesto me abrumó por completo: seguir el rastro genealógico de los Buendía era demasiado para mi frágil capacidad de concentración; mucho más era también buscarle alguna similitud con las epopeyas de los atenienses en las polvorientas tierras de Troya.

Quedé completamente exhausto con lo que a esa edad no dejaba de ser un par de ladrillos monumentales, y suspendidas hasta nueva orden las lecturas de las lo obras de ese autor al cual nuestro profesor, de apellido Cervantes para más señas, ya se profesaba con creces una gran admiración.

Fue a lo largo de mis estudios universitarios en Bogotá, donde empecé a vivir y ver el país, pero en especial a estudiar su historia, cuando comencé a comprender y valorar no sólo Cien años de soledad, sino también La mala hora, La Hojarasca, Los Funerales de la Mama Grande, y El Coronel no tiene quien le escriba.

Y por supuesto, a medida que estudiaba más disciplinadamente nuestra historia y tenía nuevas experiencias vitales, las lecturas de esas obras– que se volvieron cíclicas– me resultaban no sólo más gratas sino enriquecedoras. Cada vez le veía más riqueza y contenido a las novelas, a la par que me reportaban gran placer y gozo.

Fue entonces años más tarde, cuando asumí atrevidamente la responsabilidad de enseñar a estudiantes universitarios lecciones de Hacienda Pública, cuando más leí y utilicé Cien años de soledad como un instrumento pedagógico para estimular a mis alumnos a estudiar y conocer nuestra historia con toda su carga singular y dramática de violencia, frustraciones y logros. Intenté un análisis del trasfondo histórico de la novela para incentivar en los estudiantes la curiosidad por nuestro trasegar como pueblo, pero terminaba siempre exhortándolos a su lectura directa en vez de prestarle atención a lo que no eran sino puras interpretaciones personales sesgadas por el desenfrenado entusiasmo que ella me producía.

Entusiasmo que vio aumentado al máximo cuando en el otoño de 1982 la Academia Sueca le concedió el Premio Nobel de Literatura.

Recuerdo que ese día convoqué a todos los estudiantes de los diferentes semestres a los que les dictaba clases para manifestarles el gran orgullo que debíamos sentir los colombianos por esa distinción que se le hacía a uno de nuestros coterráneos y que nos colocaba con identidad propia en los anales de la historia universal de la literatura, que es, en últimas, la verdadera historia del ser humano como tal.

Traduje ese entusiasmo en un artículo “La feliz reivindicación del poder mágico de la palabra”, publicado en Intermedio, suplemento literario del Diario del Caribe de Barranquilla.

En él decía que las palabras de García Márquez tenían el mismo poder mágico que tuvieron aquellas que conformaban la expresión Ábrete Sésamo, y que le permitían a Alí Babá al pronunciarlas remover las pesadas piedras que cubrían la entrada a la cueva donde almacenaba toda clase de joyas y tesoros.

García Márquez, con sus dotes de prestidigitador de las palabras, había logrado conjurar las pesadas y tupidas versiones oficiales que hasta entonces encubrían nuestra historia patria, para contar una más veraz y verosímil pero por lo mismo más dramática y angustiosa.

Hay ciertamente un sentimiento trágico de la vida que impregna la obra de García Márquez tal como lo consignara la Academia Sueca en su declaración de 1982. Y ese sentimiento es inevitable sentirlo cuando, inmersos en el mundo de Macondo, palpamos la frustración perenne de la estirpe de los Buendía de trascender la soledad a la que estamos todos abocados en este mundo terrenal.

García Márquez, sin embargo, y en una plena demostración de su dimensión universal, se reconcilió con la vida con ese fascinante poema al amor –como único camino para vencer esa soledad- que es El amor en los tiempos del cólera. Novela cuya lectura me permitió sobrevivir el crudo invierno inglés de 1985 cuando ya creía pérdidas las esperanzas de una nueva primavera.

¿Qué hay de nuevo que decir sobre Gabo? Tal vez que todo lo que ya se ha dicho es cada día más cierto: que nos escribió en la historia de la literatura, que Macondo es ya un mito americano y lo macondiano un adjetivo universal como es lo quijotesco o lo kafkiano, que Cien años de soledad es un punto de referencia obligado para la interpretación de la historia latinoamericana, y que el Coronel Aureliano Buendía entró a formar parte de los grandes personajes de la literatura mundial.

Para nosotros los colombianos, estigmatizados con estereotipos negativos en la comunidad internacional, el Maestro, o Gabo como le decimos todos cariñosamente, es siempre un motivo de orgullo y un ejemplo de disciplina, estudio, amor a la patria chica y sentido responsable de la grandeza.

Y es que si hay algo que pueda ser más grande en un ser humano colocado en la cima del reconocimiento mundial es su amor devoto por la patria chica, su inmensa y siempre explícita gratitud por sus amigos, su afecto y constante nostalgia por el mundo de su infancia, de su adolescencia y por todo aquello cuanto pueda servirle de inspiración a su creación artística.

Y Gabo ha sabido también ser grande como costeño y colombiano, porque siempre ha reivindicado como factores definitivos en su vida a su patria chica que es la Costa Caribe, pero también a su experiencia como estudiante de bachillerato en el Liceo Nacional de Zipaquirá y a su profesor de literatura Carlos Calderón Hermida.

En el mundo de su patria chica, que va desde las poblaciones del desierto guajiro, pasando por los pueblos de las sabanas de Bolívar y Sucre, por la bulliciosa Barranquilla, por la Cartagena heroica , y por los mágicos municipios del sur de La Guajira y de los asentados en el Valle de Upar, ningún elemento de ese gran Macondo fue tan inspirador para Gabo como la música vallenata: “Creo que  más que cualquier otro libro, lo que me abrió los ojos fue la música, los cantos vallenatos… Me llamaba la atención, sobre todo, la forma como  ellos contaban, como se relataba un hecho, una historia… Con mucha naturalidad…Esos vallenatos narraban como mi abuela, todavía lo recuerdo…” relató Gabo en un entrevista a la revista El Manifiesto en septiembre de 1977, al hablar sobre su formación extraliteraria.

Le cabe entonces al vallenato el gran honor de haber sido el más decisivo elemento inspirador de la obra de García Márquez, lo que sin duda ha contribuido para que ese género musical tenga hoy la dimensión internacional que tiene.

Lo que quiero resaltar aquí, sin embargo, es la conmovedora gratitud que Gabo tiene para con el vallenato y con esta tierra llena de poesía y magia por doquier, que hoy se viste de gala para rendirle un cálido y emotivo tributo de amor a su poeta y juglar mayor.

Todos llevamos dentro un silencioso homenaje a Gabo, por todo aquello que nos ha hecho sentir como simples lectores, pero también por todo aquello que nos hace sentir como colombianos ante el mundo.

El maestro dijo alguna vez que escribía para que sus amigos los quisieran más, como los amigos somos más de un millón, el amor que lo rodeará siempre será más grande que el que albergaba el corazón de la Mama Grande por Colombia.

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