El Heraldo
El Son de Negros tuvo un origen simultáneo en Repelón, Villa Rosa, Santa Lucía, Soplaviento, Arenal, Las Piedras, Hato Viejo, San Cristóbal, Mahates, Evitar, Malagana, Palenque y otros pueblos cercanos. Orlando Amador
Cultura

La danza bufa de los negros

Esta narración, publicada en ‘Latitud’ de EL HERALDO, obtuvo esta semana el Premio Nacional de Periodismo Ernesto McCausland, de la Fundación Carnaval de Barranquilla, en la categoría Mejor Crónica Escrita.

Reproducimos el texto que plantea cómo la Danza de Negros, conocida como Son de Negros, expone una manera particular de asumir la vida. La burla de los bailarines evidencia el descreimiento frente a las solemnidades de la vida. La reportería se hizo en Soplaviento, Bolívar:

Todo el delirio de las pasiones humanas quedó reducido a simple invención de presumidos mortales esta mañana de sábado de carnaval cuando el grupo Danza de Negritos, dirigido por Antonio Almeida, desató su baile y su música por las calles del barrio Papindó, en Soplaviento (Bolívar).

Antonio Almeida, más conocido como Anto, es un mulato fornido y cincuentón que cultiva esta danza inventada hace más de dos siglos por negros libertos que se establecieron en los pueblos situados a orillas del Canal del Dique, en el Caribe colombiano.

A comienzos de los noventa, contratado por un grupo de Santa Lucía (Atlántico), vino al Carnaval de Barranquilla con doce integrantes de su grupo a desfilar en la Batalla de Flores. Entonces era poco lo que se conocía de este baile cantao, y bastó solo con esa vez para que esta danza –que mezcla la burla y la comedia en el marco de una música conga y versos jocosos– demostrara estar a la altura de otras que gozaban del apoyo oficial.

La Danza de Negritos, o Son de Negros, como también se le llama, tuvo un origen simultáneo en Repelón, Villa Rosa, Santa Lucía, Soplaviento, Arenal, Las Piedras, Hato Viejo, San Cristóbal, Mahates, Evitar, Malagana, Palenque y otros pueblos cercanos que la adoptaron como propia, dándole un estilo particular al canto y al toque de tambor. Pero desapareció por casi veinte años, excepto en Soplaviento, hasta que a comienzos de los noventa resucitó en Santa Lucía, gracias al Festival Son de Negros.


El autor del artículo, Libardo Barros, con la estatuilla del Premio Nacional de Periodismo Ernesto McCausland.

Bailar burlándose
La tragedia de los negros no es menor que la de ningún otro pueblo que se reclama como víctima de genocidios. Según Luz M. Martínez M. (Revista del Cesla, núm. 7, 2005), la cifra de esclavizados traídos a América se aproxima a los cuarenta millones, sin incluir a los muertos en barcos negreros ni asesinados en sitios de captura. En lo sucesivo, la vida de los esclavizados en América fue sometida a tratos inhumanos que no han sido radicados todavía.

Los judíos ilustran en la danza shema del Holocausto, al igual que en el cine, cientos de libros y múltiples eventos, el dolor ocasionado por el desarraigo violento y la muerte sistemática producidos por los nazis. De igual manera, los japoneses en la danza butoh, o danza de la oscuridad, como en otras expresiones artísticas reflejan los sufrimientos causados por las bombas atómicas lanzadas por los norteamericanos sobre Hiroshima y Nagasaki.

En las expresiones de estos pueblos milenarios el dolor resulta incuestionable. No admite cosa distinta a la aflicción y al luto perpetuo. Parecen dolidos por las falsas expectativas que se crearon sobre la humanidad. Su desconsuelo permite conocer en las solemnes expresiones de su arte, sobre todo en la danza, que el cuerpo no ha entendido ni podrá entender las dimensiones de la crueldad humana. Luego de asistir a la puesta en escena de estos dos tipos de danzas pareciera que los linderos de la maldad son infinitos, que un oráculo marcó las pautas de nuestro trágico destino y que lo único que nos queda es vivir discretamente sometidos a él.

A pesar del acoso de sus obcecados opresores, los negros fugados hallaron en la manigua y en las riberas del Canal del Dique, que apenas era un riachuelo, una respuesta singular que transgredía rituales y declaraciones ya conocidos. Amaron siempre esa tierra, por eso el atávico apego a su paisaje. No buscaron a ningún dios para pactar milagros, ni lugares de promisión. La vida estaba solo allí sin nada más de lo que había. De ahí en adelante bailar y cantar como el cuerpo siempre quiso fue saberse superior a cualquier verdugo.

Los cuerpos de los bailarines negros dicen otra cosa
Wilfred Almeida, el tercero de los hijos de Anto, nació con síndrome de Down hace treinta y cuatro años. Espontáneamente se fue incorporando al grupo y no fue necesario el permiso de nadie, porque como afirma su padre: «Este baile no tiene dueño; es de quien quiera meterse». Wilfred descubrió también en la danza el medio para no sentirse inferior frente a las vicisitudes de la realidad.

Se danza en cualquier momento porque la vida también es canto y baile. La morisqueta que se hace cuando la atarraya vacía sale del río o cuando sale llena es la misma. O cuando las cosechas son abundantes o pocas. Siempre hay gestos en el rostro que están más allá del bien y del mal.

Observándolos se entiende por qué descubrieron que el cuerpo puede hablar por sí solo y no esperar que se hable a través de él. Por eso, cuando los negros desatan su irreverente y libertaria danza, el resto no es más que una caricatura de lo que pretendía ser.

«En la Danza de Negritos –dice Anto– se le hace morisquetas a todo, uno se burla con seriedad de las cosas».

Mientras los negros bailan sin recato comprendemos que no hay nada que merezca ser respetado porque todo es convencional, que son pocas las cosas que se necesitan saber para vivir sin congojas, que hay en la infelicidad y la frustración colectivas algo que envilece, victimiza y paraliza.

Avisados de lo que se esconde detrás de la pena y la congoja, los negros desmienten con su danza las imposturas. Aprendieron que los malestares no son una norma sino un estado de excepción, por eso el baile y la música deben contribuir a reafirmar la otra verdad que el cuerpo ya conoce.

Danza teatralizada
Uno de los grandes problemas que se observan en la puesta en escena de esta danza es todo lo que implica su montaje. Es muy difícil para un coreógrafo ingenuo dimensionar la cosmovisión presente en este baile cantao. Si se desconoce su origen real y el sentido que le daban los esclavos libertos a la burla en los inmensos playones que se forman en el verano a lo largo del Canal del Dique, lo que se verá serán solo morisquetas. No se entenderá que ese tambor aglutinante, que marca el ritmo del baile y el canto, invita a iluminar lo prohibido. A aprender, haciéndolo, que todo el que se burla es superior a los antagonismos de su entorno. A cuestionar la solemne impostura y a señalar y señalar hasta el delirio que la burla, la risa, están más cerca de la verdad.

«El sonido del tambor de nosotros −declara Anto– no es igual al de otros pueblos. A nosotros nos suena más a música africana, a champeta. El golpe es más rápido».

Algunos lamentan que los grupos de otros pueblos quieren innovar pintando los labios a los bailarines o uniformando con colores fosforescentes a las parejas. Que le hayan dado a la música otro sentido, porque si se trata de llevarlo todo a la burla extrema, no hace falta tanta parafernalia.

«La gracia está en el cuerpo, no en la ropa. De todas maneras, cada uno lo hace como puede», expone Antonio Almeida.

La Danza de Negros de Soplaviento atrae porque en ella se evidencia un discernimiento que no proviene del logos. Sus inventores desde un principio supieron que cuando el cuerpo se expresa no cabe otro discurso. Fue una de las primeras danzas no religiosas, y como tal, una ganancia para la humanidad, que siempre estará más satisfecha si cumple el deseo de no tener cuentas pendientes con nada ni con nadie.


Antonio Almeida interpreta versos jocosos junto a otros compañeros, acompañando la Danza de Negritos por las calles polvorientas en Soplaviento.

Danza y carnaval
Quienes hoy día bailan Danza de Negros ya no son mulatos, por eso se tienen que untar el cuerpo con negro humo, manteca vegetal y miel de panela para no olvidar lo negro que siguen siendo. Tan pronto suena la música ya están los cuerpos moviéndose a gusto y celebrando las cuartetas cantadas por una voz líder que se apoya en un coro de músicos que interpreta guacharaca, tambor alegre y el resto hace sonar sus tablas o gallitos como si fueran palmas. El contacto con los espectadores es visual, mientras no se incorporen a la danza, y el roce de los cuerpos es inevitable, también los manchones negros en la ropa.  Los versos que se cantan desenfrenan los cuerpos iniciados en este camino de burlas y piruetas. En su transcurso, la danza se vuelve atemporal, el espacio pierde sus linderos. Los que bailan no esperan ni prometen nada porque su baile no está consagrado a ningún redentor humano ni celestial. Los bailarines y bailarinas se mueven invictos porque están despojados de toda lástima, de quejas o lamentos. No tienen pretextos para declararse víctimas de ninguna circunstancia. Si acaso lo olvidan, el canto se encarga de recordárselos:

El que está jodío
Que se joda…!!!
El que está jodío
Que se joda…!!!
Jueeee perro
Ay, ay, ay…!!!
Jueeee perro
Ay, ay, ay…!!!

Las calles por donde canten y bailen Anto y su grupo iluminarán el mundo. Bajo la canícula y el polvo con cada paso y cada gesto instaurarán el carnaval. Revelarán que la burla, la sorna y el descreimiento son la única vía para reconocernos mejor. Porque un lugar donde no sea posible reírse de lo que a cada uno le dé la gana será como el peor de los infiernos.

*Sobre el autor
Profesor de la Escuela Normal Superior La Hacienda y Uniatlántico.
profersorlibardobarros@gmail.com

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