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Este sector debe su nombre a Fernando Bellau Hamel, estadounidense que vivió allí. Christian Mercado
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En el corazón negro de La Habana persiste el escepticismo

Los afrocubanos que viven en El Callejón de Hamel son cautos ante la nueva era que se avecina para la isla.

Encontrar el corazón de La Habana es una tarea imposible. Tras 200 años de mescolanzas en su ADN, la ciudad tiene demasiados, como una vaca colosal.

Durante distintas épocas, la isla pasó por las manos de españoles, ingleses, estadounidenses. Incluso los franceses tuvieron su apogeo; así como los rusos, los últimos en irse. Rasgos de esas culturas aún son palpables en el día a día, en la gramática, en los edificios, en los carros, en los monumentos.

Pero en el fondo, a lo largo de todas, una cultura ha prevalecido. Y sigue hasta hoy, filtrando todas las demás para producir la alquimia de la identidad cubana. El negro es el corazón que nunca ha dejado de latir. El de la sangre africana. Sus arterias se ramifican por todo el territorio, y quizá la principal de todas sea la que llaman el Callejón de Hamel. Un sitio que aún no se ha coloreado del optimismo irrigado por el reciente anuncio de Barack Obama, y se conserva en un tono de escepticismo y prudencia.

Cazadores de fortuna que rondan las calles por las noches, como Antonio ‘el niño’ Rodríguez, ofrecerán guiar una visita al lugar como un sitio de rumba “con pinturas africanas en todas las paredes” y “muchos extranjeros”. Hablarán de rituales y prácticas esotéricas y exóticas, como si se tratase de un viaje al más allá, muy atractivo para que un turista se haga selfies. En realidad, se trata de un recorrido al “más acá” de todo el Caribe Latinoamericano.

El Callejón de Hamel es una vía pública en el barrio Cayo Hueso, en el centro de La Habana, donde están expuestas las entrañas, las raíces, de la influencia africana.

El principal artífice de esta operación es el pintor Salvador González, un mulato camagueyano de 67 años que hoy está fuera del país. Otro de los cirujanos es su asistente, Elias Aseff, un tipo de una melena rizada, paradójicamente rubia, que necesita fumar un tabaco para hablar y mandar a callar a los músicos que ensayan cánticos afuera. “Con los tres me fajo”, les grita a los que cantaban “vampiresa, que mala tú eres, Teresa”.

Sobre el anuncio del restablecimiento de relaciones entre Estados Unidos y Cuba, lanzado el miércoles por el mandatario afrodescendiente, Elías apenas dice que prefiere reservarse la opinión, porque es pesimista. “Es un paso de avance. A lo que es, no se sabe. Ya por lo menos se ha roto una talanquera”.

No se entusiasma mucho con corregir la historia dañada hace 54 años con el bloqueo. Prefiere recordar la historia del Callejón de Hamel, y cómo hoy ayudan a mantenerla día a día algunos de los descendientes de los 1’300.000 esclavos que llegaron a Cuba –según la Unesco-.

En 1990, cuando se cayó el apoyo soviético y empezó el llamado “periodo especial”, Salvador empezó a pintar un “muralito”. Él es practicante y heredero de las culturas de origen africano, un pintor autodidacta nacido en la marginalidad. Y las dos vías que forman el callejón tenían una reputación como eje cultural. Son una prolongación de la calle Ánimas, y son reconocidas porque fueron la cuna de gestación del movimiento del “feeling”, protagonizado por Omara Portuondo, Rosendo Ruiz, el Niño Rivera y otros que se convirtieron en glorias de la música cubana. “El movimiento influye después en Silvio Rodríguez y Pablo Milanés”, dice Elias. De la pared a su espalda, formada de rocas, surgen rostros de bebé y cabelleras negras que corren hasta el piso.

El nombre de Hamel se debe a un ciudadano americano de origen franco alemán, que llegó en 1965, tras la guerra de secesión en Estados Unidos. Compró los terrenos y creó el primer negocio de fundición de metal. Para la época, aquí todavía había esclavos. La esclavitud fue abolida en 1863 en Estados Unidos. En Inglaterra, desde 1820, ya estaba abolida la trata de personas. Pero en Cuba iba a durar 70 años más lo de esclavizar a los negros. Solo cobraron su libertad hasta 1886. Y durante las décadas que les tocó estar aquí, los africanos cultivaron mucho más que azúcar. Hicieron de esta, su tierra.

Hoy la zona del viejo fundidor Hamel todavía está tejida por varillas y piezas oxidadas. Hay un caballito de mar formado por un rin de camión y una reja de ventana pintados de azul. Un tótem a Changó conformado por latones de carros viejos. Ejes de motos forman un arco en la entrada. “Todo lo hacemos con material reciclado”, dice Juan Ángel Pino Benitez, uno de los colaboradores del callejón. Detrás de sus gafas caleidoscópicas, este negro que viste una camiseta del Barcelona de España y un collar de caracoles tiene ojos verde esmeralda.

Sobre el restablecimiento de relaciones con Estados Unidos, él solo dice: “Tenían que haberse estrechado los lazos mucho antes. Cuba es muy bueno para ellos”, y sigue masticando un palillo.
Alrededor, árboles grises crecen hasta convertirse en humanos entre llamaradas. Plumas de pavo real transmutan en olas del mar, o algo así. Una cara gorda posa en una vasija, con ojos de conchas de par. A cráneos de toros les salen herraduras negras y filosas por los ojos. Sillas huecas habitan bañeras incrustadas en las paredes, entre enredaderas marchitas. Un grupo de niños juega fútbol con un balón de baloncesto al que se le han borrado todas las rayas. Y en un lavamanos nace un árbol.

Elías dice que su misión es “visibilizar y legitimar” la herencia afro. Los esclavos que sembraron su semilla aquí provenían de una zona comprendida “desde Senegal hasta Angola”. Hoy su legado se manifiesta en cuatro religiones, pero todavía es “un país donde se tiene que hacer mucho más para eliminar el racismo”. Ese, también echó raíces. Por eso todos los días hacen talleres con niños, con indigentes, “para que se alejen de la mala vida”, dice Elias. Salvarlos, con una tradición perdida.

El asunto es que también hacen rumba todos los domingos, todo el año. Y muchos dicen que es la mejor de toda La Habana, la más negra, la más sabrosa, con grupos afro que llegan de todo el mundo. Luego de unas risas, el tipo blanco ataviado de camándulas se permite finalmente una concesión, cercana al optimismo que embarga a otros. “Si todo funciona como debe ser, vamos a tener un país bien interesante. Vamos a eliminar esa talanquera de tener que comprar a un tercer país”. No suena para nada entusiasta.

Casi termina su recorrido turístico por el Callejón, al que compara con las pirámides de Egipto. “No fueron hechas para el turismo, pero muchos turistas van”. Hoy ningún rumbero ni ningún aficionado de la cultura afro se pierde un paso por aquí. Llegan un par provenientes de Israel, y los invita a “buy a lot”. Luego muestra el valor del trabajo de Salvador, depositario de una tradición milenaria. Su obra expande el límite entre la religión y el arte. Afuera del taller, en una esquina del callejón, una instalación escultórica se ha convertido en “una yelofanía, un objeto místico”. Se titula “Enganga cruz del sol”, y está inspirado en las reglas del Palomonte, una de las religiones africanas.

“Hoy en día es un receptáculo mágico popular. Se basa en un altar donde convergen las energías de la naturaleza”. Pero hoy, la gente que pasa le pone flores, le hace promesas. Hay allí una maraña de ramas negras. Hay un ojo que nunca se cierra, y un mensaje, que los lugareños creen que condensa la esencia de la cultura cubana:
Si vienes buscando batalla, yo soy batalla.
Si vienes buscando amor, yo soy amor.
No camino con nadie porque tengo mi propio camino.
Tengo de negro,
tengo de blanco,
tengo de chino.
No tengo nada,
porque  nada soy.
No camino con nadie, tengo mi propio camino.
Y ya tengo mi amigo, que sabe que nada soy.

 

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