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Casi a nadie le gusta que le llamen viejo o vieja. Parecería que envejecer fuera un pecado, eso explica, a mi manera, el boom de los gimnasios a cada cuadra y el auge de la llamada ‘comida sana’, pues envejecerse se cree es ingresar al infierno de un cuerpo arrugado y enfermo. Todos desearíamos conservar ‘la divina juventud’.

Y ese afán está provocando el gerontocidio, como lo califica el filósofo Robert Redeken en su reciente libro Bienaventurada vejez (FCE), donde analiza el fenómeno de aborrecer el natural envejecimiento de la naturaleza humana. Colombia es un país de viejos, de ancianos sin protección, ya que el 74% de mayores de 60 años no cuenta con una pensión.

Por ello envejecer bien se ha convertido en un privilegio de una escasa población de hombres y mujeres, que son visibles por tener un mesada, mientras la gran mayoría de ‘adultos mayores’ son invisibles para su familia, la sociedad y el Estado, que pretende aumentar la edad de jubilación y reducir las mesadas. Es decir, aumentar el gerontocidio.

Por ello debemos rescatar para la fina convivencia de un país en paz social, el amor solidario y sabio por nuestros ancianos.

gasparemilio@gmail.com