Comienza así: “Para la próxima clase, escriban un ensayo”. Y en este momento, mientras el profesor se siente poderoso, vital, inextinguible, la clase entra en pánico, pero nadie dice nada, por supuesto. Se supone que todos conocen de qué trata el asunto.

Es mentira: en realidad nadie lo sabe, comenzando por el mismo docente que hace semejante propuesta indecente. Si lo supiera, caramba, no formularía jamás una petición de proporciones tan absurdas, la cual revela el inconmensurable tamaño de su ignorancia. Después de hacerla, sale de la clase por completo renovado en sus íntimas incompetencias, pues ha liberado una vez más uno de sus más secretos terrores como educador: el miedo voraz de saber que no sabe nada, debidamente acreditado, claro está. El cuento comienza, la trama ha sido planteada.

Ahora viene el nudo, que es gordiano, y hay que cortarlo de un solo tajo. Tras consultar al dios Google y a la diosa Wikipedia, los alumnos avivatos se dedican de lleno al viejo y conocido truco de recortar y pegar, proceso tras el cual se alcanza el delictivo entramado de un texto híbrido, un palimpsesto, una vulgarísima colcha de retazos que revuelve en su tumba a monsieur Miguel de Montaigne, creador de ese género literario que da título a su obra: Ensayos. Su estatua, ubicada en el Barrio Latino de París, ha servido de talismán y amuleto durante siglos a los estudiantes, que suelen acariciar su pie izquierdo antes de ingresar a un examen. Pero como aquí no tenemos Sorbona, pues se soborna la metódica ignorancia del profesor apuntalando ese fraudulento collage con ínfulas textuales, que se ha perpetrado a troche y moche por los montes de Internet, con la debida pornografía impostada –léase lista bibliográfica–, versión Triple X del verdadero proceso investigativo.

El cuento del ensayo ha alcanzado entonces, como en el Principio de Peter, su nivel de incompetencia. El profesor, cual autómata de una novela de ciencia-ficción de Isaac Asimov, dizque “corrige” aquellas falacias argumentativas, sofismas de distracción de la nada epistemológica, espesa baba de la ignorancia con pretensiones académicas y cursilería seudo científica según el último grito del fashion intelectualoide.

El profesor dizque “corrige”, vaya usted a saber con qué criterios, animado por quién sabe qué tipo de inteligencias alienígenas, autorizado por las vacías municiones que le han concedido sus estudios de postgrado, durante los cuales se dedicó de lleno, seamos francos, al viejo y conocido truco de recortar y pegar cada vez que le mandaban a hacer un ensayo, mientras Miguel de Montaigne se revolvía en su tumba y el conocimiento se iba de rumba.

Porque, para escribir un ensayo se requieren, entre otras virtudes, solvencia argumentativa, erudición, capacidad de síntesis, percepción de los matices, elegancia en el lenguaje, imaginación asociativa, sensibilidad, lucidez, amplia cultura, rigor, honestidad, capacidad para ubicarse en perspectivas múltiples y simultáneas, poder de seducción, encanto, humor, en fin, una infinidad de rasgos que sólo se adquieren en largos años de formación y demuestran, en últimas, la más alta de las virtudes que puede ostentar un ensayista: la seguridad de que posee un criterio propio. Eso de lo cual carecen justamente tanto el profesor como sus estudiantes.

Desenlace y moraleja del cuento: profesores, no manden más a escribir lo que ustedes no son capaces de explicar.

Por Diego Marín C.
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