A Juan Manuel Santos no lo eligieron presidente. Le levantaron el telón.

Anda convencido nuestro actor de pacotilla que gobernar es producir noticia, hacerse fotografiar, aparecer en el periódico gesticulando, prometiendo, frunciendo el ceño, gritando boberías.

Como tiene que huirles a los grandes temas, como el asesinato de los soldados y el policía, el costo de vida que se desbordó, los hospitales que se quiebran, la energía que entró en crisis, el déficit en cuenta corriente que se disparó, las exportaciones que se cayeron, la industria que da grima, el desequilibrio fiscal que vuela, lo compensa todo con más teatro, más escenas, más historias ridículas.

Juampa, como le gusta que lo llamen, anda ahora buscando a Obama, a Hollande, a Cameron, a Putin, a los chinos y hasta al gato, para que desde la ONU le manden quien verifique el cese al fuego, algo que solo existe en su magín.

Las Farc no están disparando, ni poniendo bombas, ni asaltando pueblos. No lo necesitan, ni les interesa. Tienen lo que quieren sin disparar un tiro, que es el dominio del país y sus colosales negocios de la cocaína y el oro. Un poco dolidas andan con su amigo Maduro porque les cerró la frontera para el contrabando de gasolina. Pero no todo puede ser felicidad en la vida.

Si ello es inequívocamente así, uno se pregunta qué es lo que tiene que verificar la ONU. Apenas la otra cara de la moneda, a saber, el acuartelamiento del Ejército, la parálisis de los aviones, la ausencia total de operaciones militares. Eso sí que es verificable. Basta un paseo por las guarniciones para comprobar que nuestros hombres guardaron las armas para jugar al fútbol, al dominó y al parqués. Mientras tanto, las Farc en lo suyo, manejando las delicadas partijas del botín con las bacrim y los narcotraficantes de pura cepa.

Los grandes jefes de la ONU pueden esperar unos días, no muchos, para comprobar también que el ELN entró en conversaciones y que a lo mejor hará una pausa en el secuestro, los asesinatos y las voladuras de los oleoductos, que es lo que hacen desde aquel lejano día en que el doctor López Michelsen los dejó indemnes en Anorí. Eso también es verificable.

A lo que no vienen los visitantes es a comprobar que Colombia es un mar de coca, que sus ríos no cargan agua sino mercurio, y que cada año tiene unas cuantas decenas de miles de hectáreas menos de bosques primitivos, irrecuperables. Que en algún lugar de la selva unos salvajes mantienen en esclavitud infame miles de niños, y que en vastas regiones no hay otra ley que la voluntad de los bárbaros. Esas pequeñeces no son para mirar, ni de lejos, ni de cerca.

Como tampoco el silencio y el dolor con que los campesinos pagan sus vacunas para sobrevivir. Ni se darán un paseo por los alrededores de las escuelas, para ver a los jíbaros vendiendo a los niños su mercancía de muerte. Ni visitarán las ‘ollas’, como nos acostumbramos a llamar esas horrendas concentraciones de miseria humana que deja la droga, y que luego se extiende, como marea perversa, sobre todos los extremos de nuestras ciudades.

Cese bilateral al fuego. Negociaciones con las Farc, para formalizar la entrega del país. Y con el ELN, para montar otra tragicomedia. Mientras, al fondo de esas escenas grotescas, un pueblo entero espera que alguien destruya la propaganda para sembrar esa bella planta que es la verdad.