Mi barrio olía a incienso, a dulce de papaya, coco, ñame, piña y guandul. Las abuelas repartían entre sus nietos los últimos trocitos de la luna de coco que no alcanzaban a desmenuzar con el rallador. Se espulgaba el frijol y el arroz. Se hacían ensaladas con papas y remolachas. El señor Félix no sacaba la bandera roja que identificaba su expendio de carne ni le ponía velas a la mano poderosa para atraer la suerte que siempre ubicaba debajo del mostrador. No se comía carne. El señor Julio Polo regresaba a su casa más temprano de lo acostumbrado con la caretilla para el pescado vacía. Se comía pescado.

Hacía calor. No se movía la hoja de un árbol. Cantaban las chicharras. Se jugaba a la cucurubá, al dominó y al siglo. Se veían películas de Jesucristo. No de vaqueros ni de karate ni de plomo ni de miedo… de Jesucristo. Se buscaban higos en la corteza de los árboles y con ellos se hacían amuletos para protegerse de las cotidianas tragedias de la vida. No se jugaba fútbol en la calle, ni al bate ni a la lleva ni a la libertad –nadie contaba de cuatro en cuatro dándole palmadas en la cabeza al contrario: 4, 8 y 12– ni al fusilao ni al escondido –nadie gritaba: “visto El Chillo detrás del palo de matarratón de la casa de la señora Erminia”, antes de hacer sonar una lata machucada llena de piedras­–

El barrio se bañaba temprano para evitar los presagios de la conversión en pez. No había paseos al río. En los caminos espantaban porque Jesucristo había muerto y el diablo andaba suelto. No se lavaba ni se planchaba ni se barría ni se trapeaba. Jesucristo estaba en todas partes y toda acción u oficio era una afrenta a su cuerpo sangrante. Las parejas no tenían sexo debido a los vaticinios de un futuro como siameses. No se podía decir malas palabras. Siempre había un rumor de que alguien en algún pueblo perdido había enmudecido de por vida por maldecir un día santo. La gente pagaba mandas con calurosos vestidos púrpuras. Miller y Fabio se evitaban esos días para no tener que levantarse a trompadas como ocurría cada vez que se encontraban. La música profana no sonaba y se acaso volvía a sonar el sábado de gloria. Hacía calor.

Mi barrio era una caldera donde la gente se consumía todos los días y esperaba la Semana Santa para practicar los rituales de la redención. Acentuaban los sacrificios en medio de una vida que era toda sacrificio. Por una semana se aferraban a la salvación. Pero mi barrio siguió ardiendo. La gente continuó viviendo al detal, comprando en la tienda dos huevos, un tomate y una cebolla; consumiéndose en la cotidiana algarabía, la alegría, la miseria y las esperanzas infundadas. Aferrados a la inevitable y resignada rutina del rebusque, los trabajos y los días.

javierortizcass@yahoo.com