Cuenta Malcolm Deas en su magnífica y recientemente publicada biografía de Virgilio Barco que, en una conversación privada con el embajador británico de ese entonces, Richard Neilson, éste le contó que Barco lo había sorprendido alguna vez al decirle que el verdadero problema de Colombia no era la guerrilla sino el narcotráfico.

A la luz de los acontecimientos de hoy, nadie se sorprendería con esta frase. Sin embargo, los mandatarios inmediatamente posteriores a Barco siguieron apostando mucho más en contra de la guerrilla que del narcotráfico. Es cierto que Gaviria, el presidente que le siguió, dio una feroz lucha contra Pablo Escobar hasta arrinconarlo y matarlo, pero tengo la idea de que fue una lucha más dirigida al cabecilla que al problema en sí.

Claro: hay la idea de que si se mata la cabeza el cuerpo también muere, pero el narcotráfico ha demostrado exactamente lo contrario. Como esas colas de lagartijas que cuando las cortan se siguen moviendo. Después de Pablo la lucha fue contra los Rodríguez y sus amigos y luego contra el cartel del norte del Valle y así sucesivamente, mientras los cultivos siguen creciendo.

La vuelta era como dijo Barco, tal cual le ha dado la razón la historia. Y es curioso. Deas cuenta en este libro que alguna vez Barco le preguntó cuál sería para él el veredicto de la Historia. La Historia poco a poco lo pone en su sitio.

A Barco le correspondió gobernar cuando todos los problemas actuales comenzaban: el cartel de Medellín ya asesinaba, pero todavía no ponía bombas ni masacraba; el paramilitarismo era incipiente; los muertos de la Unión Patriótica aún no se contaban por centenas.

Ninguno de estos fenómenos tenía la importancia de la guerrilla, que fue a lo que los posteriores gobiernos se la metieron con toda. Es increíble como este tema ha obnubilado por completo al país. Y lo sigue haciendo, pues seguimos naufragando en sus arenas movedizas. Al parecer, los colombianos estamos encadenados a la guerrilla y sospecho que no seremos libres hasta que ella no sea del todo libre.

Como bien lo anota Deas, Barco no fue un gran líder de masas, ni un orador persuasivo, ni un dirigente carismático cuya vida está repleta de anécdotas fascinantes. Fue más bien un hombre sobrio y discreto que hizo una carrera política en cuyo paso a paso cada vez aprendía más. Fue novedoso su esquema gobierno-oposición, lo cual confirma que no sólo era un liberal de partido. De hecho, fue un gran liberal y yo diría que el último estadista que tuvo este país, tal cual la historia comienza a mostrárnoslo.

Yo estaba en mis veinte cuando su presidencia. Lo recuerdo, y me lo confirma este libro, como un hombre honrado, digno y ejemplar, algo exótico entre nuestros presidentes. Aun así, no es un presidente muy recordado por los colombianos. ¿Acaso porque en su gobierno no hubo mayores escándalos de corrupción y, de alguna manera, nos gusta confirmar que todos llegan al poder a hacer lo mismo?

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