Vivir hoy en Colombia es lo más parecido a estar subido en una montaña rusa, en la que la vertiginosa velocidad de los acontecimientos que nos sacuden a diario mantiene nuestras emociones al límite. A primera hora, nos descubrimos sorprendidos o enojados; más tarde estamos indignados y hay noches en las que nos vamos a dormir tan decepcionados que no queremos despertar.

Resultan abrumadores los recientes hechos vinculados a corrupción, contrataciones fraudulentas, abuso de poder, conflictos de intereses y falta de probidad que hemos venido conociendo a través de denuncias, videos, filtraciones y entrevistas en medios de comunicación, redes sociales y hasta en el Congreso. Es un desangre, un dolor de patria que crece y no sé si a usted, respetado lector, pero a mí me cuesta cada día más entender el descomunal nivel de degradación moral y la profunda crisis institucional en las que hoy estamos sumidos.

Lo fácil sería mirar para otro lado como tantos compatriotas están haciendo. No los juzgo, comparto su desazón y hartazgo. Pero en mi caso, no solo no puedo por mi ejercicio periodístico, sino que no quiero. En medio de tanta ignominia, levanto la voz en mi condición de ciudadana comprometida con los valores y principios que he defendido toda mi vida: verdad, honestidad, franqueza, bien, justicia e imparcialidad. Estoy muy lejos de ser un modelo ético. No me interesa posar de incorruptible, ni me dedico a hacer activismo periodístico.

Solo soy una colombiana que se resiste a ser una convidada de piedra en este desmadre en el que escasean los liderazgos positivos, los referentes éticos, los llamados a la cordura y a la sensatez y la reflexión serena que nos ayude a encontrar caminos que conduzcan a la restauración de este país fragmentado y posicionado en orillas tan distintas y distantes que se nos olvidó que transitamos al borde del abismo.

Es difícil confiar o creer, pero sin relativizar todo lo que nos golpea en este tsunami de corrupción, impunidad, injusticia, desigualdad y desgobierno; hay que dejar de hacer fuerza para que desbarranque al que consideramos nuestro antagonista ideológico. A ratos me pregunto si muchos de nuestros líderes no estarán anteponiendo sus protagonismos egoístas y mezquinos, intereses mesiánicos y anhelos de poder por encima de la transparencia, justicia y verdad que reclaman y en las que creen sus millones de seguidores.

Estamos atrapados en una espiral de agresividad verbal, de intolerancia política y hasta de violencia física en el que perdimos el norte por defender una causa que estimamos como la única válida. Hay que parar o esto va a terminar aún peor.

Recuperemos el sentido común y dejemos de “fusilar” con la palabra al que piensa distinto. Manejemos nuestras diferencias con respeto y en paz: ser de izquierda o de derecha no nos hace mejor o peor personas. Seamos capaces de ponernos en el lugar del otro y de sacar adelante a este país, unidos. Quizás descubramos que tenemos mucho en común.