El terrorismo, ese cobarde monstruo de mil cabezas que tanto daño nos ha hecho, volvió a estremecer a Colombia. Esta vez reveló su miserable estela de muerte y destrucción en el estallido de un carro bomba que ingresó a la fuerza a la Escuela General Francisco de Paula Santander en Bogotá. Toda una afrenta a la institucionalidad de nuestra Policía Nacional por ser este el lugar donde se forman los héroes de la patria.

Buena parte de las víctimas de este infame hecho son en su mayoría cadetes que no superaban los 21 años. Mujeres y hombres de todo el país, e incluso del exterior, que habían decidido entregar su vida al servicio de sus naciones, comprometidos con sus comunidades y que soñaban con convertirse en policías.

Los terroristas, expertos en causar el mayor daño posible porque sienten un profundo desprecio por la vida, planificaron durante meses hasta el último detalle de su acción criminal, que llevarían a cabo en una concurrida jornada en la Escuela. Quienes hemos ingresado a ella, hemos sido testigos de los protocolos, de las exigentes medidas de seguridad que se aplican en las afueras de sus instalaciones. Pero el terrorismo es capaz de vulnerarlo todo. No se trató de la acción demencial de un solo hombre, de José Aldemar Rojas, un experimentado integrante del Eln, según las autoridades. Detrás de este atentado hay una organización criminal que sabe cómo apelar al terrorismo urbano para generar miedo. Lo demostró el año pasado en Barranquilla. Eso es lo que buscan, paralizar a la sociedad, doblegarla ante sus métodos violentos e irracionales. ¡No son más que unos cobardes asesinos que no pasarán!

Es fundamental que la ciudadanía unida se vuelque de manera solidaria y contundente a rechazarlos. Pero lamentablemente la polarización que nos consume en Colombia nos ha hecho perder el horizonte e incluso frente a una tragedia como esta se lanzan irresponsables acusaciones y en redes sociales circulan desafortunados mensajes de los que buscan réditos políticos irrespetando a las víctimas. Tampoco faltan los cafres, excúsenme la expresión, de quienes justifican el atentado y hasta se alegran del dolor que enluta a policías y a sus familias.

¿Qué le cabe en la cabeza a una persona para “celebrar” un acto tan miserable como este? ¿Cuál es el nivel de descomposición que arrastra nuestra sociedad para dudar si cerramos filas frente al terrorismo achacándolo a tal o cuál gobierno? ¡Por Dios, estamos frente a lo más sagrado que tenemos: la vida!

Siento inmensa vergüenza por esa ralea de colombianos que anteponen sus intereses políticos al dolor de sus compatriotas. Por ellos, le pido perdón a las víctimas y a sus familias, que solo merecen nuestra solidaridad y cariño.

Para los victimarios, repudio social y un implacable y pronto castigo de la justicia. A la mayoría de colombianos que aún no han endurecido su corazón y lo mantienen libre de odios, rencores y deseos de venganza, fuerza y firmeza para decir una vez más: No Más Terrorismo. Todos a marchar.