Tenemos una democracia en guerra no declarada. No respira la democracia. Los nueve minutos de agonía de Floyd en Estados Unidos, simbólicamente equivalen a nueve horas, días, semanas, meses, años y más. Floyd muere porque esa sociedad está dejando de respirar. En Colombia nueve millones de ciudadanos, triplicados, no pueden respirar: solo sobreviven, con angustia, ansiedad, dolor, tristeza, sufrimiento y sin esperanza. Así ha sido desde antes, más recientemente desde la fundación de la República. Para unos pocos ella avanza; para los ´nadies´ (Arendt), la mayoría, ella es la misma de siempre, inamovible, bloqueada, inflexible y controlada.

Creíamos que las democracias no se hacían la guerra ni promovían factores políticos que la incuben y amenacen la sociedad. La falta de justicia social y jurídica, la discriminación, segregación, violencia y represión se usan como pilares para mantener un orden establecido que excluye a minorías étnicas y mayorías sociales. Los mínimos democráticos son insuficientes y se convirtieron en legitimadores de una democracia al servicio de quienes idean sus instituciones y reglas para ellos y contra los demás, cual finca señorial.

Según estudios de cultura política, para numerosas personas da igual que vivamos o no en democracia. Las élites siempre han tenido un pretexto para impedir o frenar reclamadas transformaciones: defensa de instituciones, orden, autoridad, valores morales impuestos, salvar empleo, mantener unidad territorial, luchar contra algún enemigo ideológico, proteger la propiedad privada y la riqueza de pocos, mantener el orden público y las buenas maneras. Ahora estamos sometidos al miedo de que nos podemos morir como si eso no fuese propio de nuestra naturaleza. No respiran indígenas, afrodescendientes y pobres, y ahora, por la pandemia, jóvenes y adultos mayores confinados. Se viene sobreaguando la promesa de democracia. Cuando esta es utilizada por las mayorías, se vuelve incómoda; y el Establecimiento está dispuesto a quebrarla si pone en riesgo su poder. Nuestros gobernantes aprovechan la pandemia para acudir a un régimen especial que, su puesta en marcha y su disimulada prolongación, nos hace perder décadas de esfuerzo, sacrifico y consensos, devolviéndonos a los valores de los albores del siglo XIX. Las élites privilegiadas conciben la democracia como el derecho, la libertad y la justicia ajustados a sus intereses, que debemos respetar, aún a costa de nuestro bienestar y recurrentemente de la vida. El ejemplo flagrante es el asesinato de líderes sociales con el silencio, omisión o complicidad del Estado y del Gobierno. Otras manifestaciones del debilitamiento democrático son el racismo y ascenso de movimientos extremistas.

En Colombia, y en el mundo bautizado o autoproclamado democrático, la manera como se ha gestionado la pandemia es exactamente igual a los países totalitarios, pero sin la eficacia de estos. En nuestro caso beneficiando especialmente a unos pocos, discriminando, aislando, maltratando y sojuzgando a la mayoría. En estos tiempos de virus antidemocráticos, cuando Floyd en su dolorosa agonía imploró poder respirar, nos recuerda que no tenemos procesos y procedimientos ciertos para tomar decisiones colectivas con la participación ciudadana; solo vale y pesa la participación de los más poderosos, en tanto que particulares.