El 11 de septiembre de 1973 el Embajador de Colombia en Chile era el director consejero de este diario, Juan B. Fernández Renowitzky. Fue el día del golpe de estado de Augusto Pinochet contra el reformista Salvador Allende y le correspondió a nuestra embajada cobijar a cientos de ciudadanos que huían del inicio de la férrea dictadura militar. Un régimen que produjo el gran y doloroso éxodo latinoamericano de los 70.

Luego vino un largo periodo de oscurantismo –17 años– con la bota militar al cuello de los estudiantes y de un vasto sector de humanistas e intelectuales de esa nación. Huyéndole a las desapariciones y los fusilamientos los chilenos se esparcieron por el mundo. Fue una gran fuga de cerebros que dejó un vacío cultural e intelectual en uno de los países más educados del continente. Lo más fuerte fue el profundo desarraigo de la gente, lejos de su patria y de su familia.

Un testimonio de ese vacío nos lo dio hace unos años el director de Cine Miguel Litín en el Festival de Cine de Cartagena. Como se sabe, Litín se fue de la tierra que lo vio nacer por el riesgo que corría de perder la vida. Años después, en 1985, entró clandestino al país disfrazado de técnico de un equipo cinematográfico europeo, argumentando la filmación de un documental en la Casa de la Moneda. De hecho, García Márquez escribió un texto periodístico sobre esa aventura.

Nos contó Litín que le sorprendió el miedo de la gente. Un ejemplo de ello fue el día en el que se encontró con su suegra en la calle y pasó a su lado. “Nadie miraba a los ojos, ni a las caras, por eso no me reconoció”. Fue, –nos dijo–, un alivio y un dolor porque no se dio cuenta que era él y porque aunque quiso abrazarla, por seguridad se abstuvo. Eran tiempos de terror.

Luego, en 1990 vino la democracia con Patricio Aylwin Azócar y desde entonces una especie de luna de miel de prosperidad que muchos atribuyen a los frutos de la mano férrea de la dictadura. Hoy la foto de sus ciudades es dolorosa y parece que un castillo de naipes de la economía se derrumbara. Tanto que de manera inusual, aun de quienes se equivocan, su presidente Sebastián Piñera pidió perdón. Y el hombre más rico –de una nación de ricos– ordenó aumentar considerablemente el sueldo de sus empleados.

Ahora Chile arde y no importan las hipótesis tejidas sobre las razones de esos levantamientos que cobran vidas. En parte porque ese país ha abierto generosamente sus brazos a miles de colombianos.

También porque muestra una percepción diferente y equívoca que se tenía de una economía sólida y de una democracia con pocas fisuras, si se compara con el resto de Latinoamérica. Por lo pronto queremos paz y estabilidad, pero con democracia y equidad para los hermanos chilenos, como los venezolanos, bolivianos y ecuatorianos. Naciones por donde en los últimos tiempos la violencia se ha paseado campante.

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