La emergencia suscitada a raíz de los incendios que consumen hace días extensas zonas de la Amazonia brasileña tienen al mundo hablando de la protección del ecosistema más importante del mundo.

Llega un poco tarde esta protesta colectiva en redes sociales, complementada por uno que otro artículo de prensa y por llamados a plantones callejeros; la devastación del Amazonas completa 477 años, cuando Francisco de Orellana mandó a cortar los primeros árboles para construir el bergantín Victoria, y así poder continuar la travesía por el imponente río que acababa de descubrir. Así que no nos estamos enterando ahora mismo, luego de ver algunas fotos en la televisión, de la depredación constante y creciente del más valioso de nuestros patrimonios.

Tampoco son nuevas las verdades científicas acerca de este gigantesco bosque tropical de 7 millones de kilómetros cuadrados: que abarca 9 países, que es el origen del 25% de todos los medicamentos que existen, que produce el 20% del oxígeno del planeta, que provee el 20% de toda el agua dulce del mundo, que cerca de 400 pueblos indígenas dependen de la selva para sobrevivir y preservar su cultura y su sabiduría.

Si la tasa de deforestación continúa constante –tan solo en Brasil alcanzó la escandalosa cifra de 5.879 millones de kilómetros cuadrados en el último año– los expertos pronostican que en 50 años la Selva Amazónica se habrá convertido en un peladero repleto de vacas, de cultivos de soja y de gente matándose por algún pequeño pedazo con agua y árboles.

Todo eso ya lo sabíamos y, sin embargo, continuamos votando por los políticos negacionistas de los crímenes ambientales –como Bolsonaro– o respaldando a los demagogos que prometen maravillas que nunca van a cumplir, –como todos los presidentes de todos los países que comparten el Amazonas, desde los tiempos de Orellana–.

En un mundo serio, la extinción paulatina del ecosistema amazónico sería un asunto de seguridad nacional para los países involucrados, pero aquí nos burlamos de los pocos líderes que se atreven a decir que el medio ambiente es el más urgente de los temas, y que proponen concentrar las políticas públicas alrededor de su preservación. Aquí nos gusta es la minería y la ganadería extensiva y los combustibles fósiles y los puentes y las carreteras.

Y digo que nos gusta, conjugando el verbo en la primera persona del plural, porque el Amazonas no se rige por las convenciones fronterizas; a pesar de que los incendios que han suscitado las histéricas voces de protesta ocurren en Brasil, no son solo un problema de ese país -actualmente gobernado por un hombrecillo incapaz e ignorante-, sino de todos los que compartimos la selva enorme que tiene la capacidad de salvar al mundo de la extinción, y de los que aparentemente están muy lejos para preocuparse.

Desafortunadamente, no habrá plantón que evite que el Amazonas siga en llamas mientras continuamos pensando en lo que nos gusta: el puente, la carretera, las vacas y el discurso miserable de quienes quieren convencernos de que aquí no pasa nada.