Se ha vuelto una costumbre, promovida –con intención o sin ella por liderazgos que se autodenominan como “el centro”, el equiparar a Álvaro Uribe con Gustavo Petro. Los argumentos suelen ser superfluos, extrañamente simplistas, peligrosamente oportunistas.

Dice “el centro” que ambos personajes, en virtud de sus posturas intransigentes, de la concentración individual de cualquier expresión de su ideario y de la horda de seguidores enceguecidos que los defienden del mundo, terminan siendo lo mismo: un par de anacrónicos caudillos con ínfulas mesiánicas.

Esta conclusión reduccionista, centrada en las formas, en lo que se asoma en la superficie, en lo que se intuye a partir de un gesto, de una mirada, de una manera específica de pronunciar las palabras, contribuye a distorsionar la verdad acerca de las enormes diferencias de fondo que separan a los dos líderes políticos más importantes de los últimos 30 años en Colombia.

Es el fondo lo que importa, lo que representan los antagonistas, su visión del mundo y del país, la superioridad o la medianía de sus planteamientos, los valores fundamentales que rigen sus actuaciones públicas.

Desafortunadamente, los pocos miembros de “el centro” que se atreven a ir más allá cuando comparan a Uribe con Petro, temen que el más mínimo guiño al senador progresista sea interpretado como un viraje hacia las ideas de izquierda –que en Petro no son las más– que ellos desprecian, por prejuicio, ignorancia, soberbia o miedo.

Por eso, aún sabiendo que Uribe representa a lo peor de nuestro talante, a lo más oscuro, a lo más siniestro, a lo más sospechoso, “el centro” se mantiene en la cómoda posición de quedarse en la mitad, de no moverse un solo milímetro, de fortalecer su idea –poco realista, por cierto– de apostarle a unas aspiraciones de poder encabezadas por personas que prometen hacer cambios, cómo no, pero despacio, sin mucho ruido, sin traumatismos, sin confrontaciones, sin pisar muchos callos, sin afectar intereses; cómo no, se le tendrá su carretera, su túnel, su ajuste al sistema pensional, su reforma al estatuto tal o cual, su nombramiento transparente. Todas ellas cosas deseables y bienintencionadas, salvo que han sido pensadas, de espaldas a la realidad, para un país distinto, normal, uno que puede esperar cincuenta o cien años a que las aguas se reencausen a fuerza de decencia y discusiones de cafetería.

Y mientras “el centro”, para no quedarse sin que sus perezosos sueños se realicen, se atrincheran en la inamovible convicción de no tomar partido, el país de verdad se desmorona creyendo la falaz teoría de que Petro, un demócrata brillante, un inapelable comunicador de verdades que fue tan mal o tan buen administrador como todos los gobernantes de este país, es igual que Uribe, un mal administrador que –y esto es lo importante– es el paradigma de las maneras de la guerra, la inmoralidad y la impudicia.

Y no, no son lo mismo. No lo son, aunque algunos nos repitan mil veces la insufrible alharaca de “el centro” que lo sabe y que, sin embargo, no lo aceptará nunca.

@desdeelfrio