En una reciente columna en el New York Times, Thomas Friedman se pregunta qué le está pasando a los Estados Unidos. “No podemos ponernos de acuerdo sobre los hechos más sencillos”, dice. “Nos estamos convirtiendo en sunitas y chiitas”.

Lo mismo podría decirse de Colombia. Una grieta cada vez mayor separa a ‘los del Sí’ de ‘los del No’; a los ‘proproceso’ de los ‘antiproceso’; a los ‘uribistas’ de los ‘antiuribistas’. No importa cómo llamemos a los bandos, el hecho es que (si bien no todo el mundo pertenece a uno de ellos) el debate público está dominado por esas dos visiones enfrentadas.

Al igual que en EEUU, se trata de una guerra religiosa. Los dos grupos son igualmente dogmáticos. Los antiuribistas acusan a los uribistas de sectarismo; y razón no les falta. Pero de tanto denunciarlo en sus adversarios, acabaron por volverse igual de intransigentes que ellos.

Las reacciones a la bomba en el baño de mujeres del centro Andino son un ejemplo de esa perversa simbiosis. Algunos en el lado uribista responsabilizaron al gobierno y los ‘proproceso’ del atentado, una acusación imprudente y sin fundamento. De inmediato, el antiuribismo escuchó el llamado a la guerra santa y acusó de bajeza y mezquindad a todo el que se atreviera a expresar desconfianza frente al gobierno. Como si ante el terrorismo la ciudadanía no tuviera derecho a exigir resultados y explicaciones. Y como si este gobierno no nos hubiera dado suficientes motivos para dudar, si no de su buena fe, al menos de su eficacia. Un nivel de aprobación del 12% indica que hay ciertas cosas en las que casi todos estamos de acuerdo.

No hay entendimiento que valga cuando se presume siempre de mala fe o ignorancia en el contrario. En las redes sociales, miembros de una u otra tribu tratan a los otros de brutos, delincuentes, infrahumanos o bestias. Cuando se pone en duda hasta la humanidad del interlocutor, no hay diálogo posible.

Pero esta no es una de esas columnas que concluye con una invitación a que todos depongamos los odios y nos unamos en un abrazo fraternal. Me perdonarán los utopistas, pero pienso que esa posibilidad es tan cierta como que el Niño Dios es el agente logístico de la Nochebuena. Además, en una democracia son válidas —y, si ha de haber progreso, necesarias— las diferencias, los debates, las rivalidades, incluso los enfados. ¿Qué tiene de malo —me he preguntado muchas veces— que hubiera gente que votara “berraca” en el plebiscito, como se dice de los del No? ¡Si este país es una piñata de razones para enojarse! Si a alguien no lo “emberracan” la injusticia, la corrupción, la impunidad y el saqueo, es más peligroso para la sociedad yendo a votar que quedándose en casa.

El viejo ejercicio de ponerse en los zapatos del otro es, creo, nuestra única esperanza de salir de este atolladero. No en los zapatos de quienes son menos afortunados que nosotros —lo que también es necesario—, sino en los de quienes nos ven como un adversario o un problema. No se trata de ‘aceptar’ al otro ‘a pesar de’ sus diferencias (que es, en el fondo, una actitud de superioridad), sino de buscar entender, desde el punto de vista del contrario, el rechazo a nuestra posición. Y entenderlo tan bien que por momentos estemos tentados a darle la razón.

@tways / ca@thierryw.net