En este fin de año tan azaroso, complicado y hasta triste, porque han muerto maravillosas personas que le hacían bien al país, tropiezo de frente en un andén con un niño no mayor de 15 años, bastante mal vestido, o sea: chanclas plásticas que le quedaban grandes, una bermuda muy lullida, camiseta desteñida y subido en una bicicleta oxidada, necesitada de pronta reparación.

Cuando casi me embiste como un miura urbano, descubro con horror que la bicicleta no tiene frenos y el que frena es el niño a punta de chancleta rota. ¿Qué nos está pasando a los barranquilleros? Nos vamos deshumanizando y convirtiendo en animales racionales pero sin corazón. Por ejemplo, me pregunto, con tanta campaña que se hace por radio, televisión, prensa y redes sobre la protección al niño, ¿dónde está el derecho a construir un futuro a través de la educación, la alimentación y el techo que el Estado debe proveer?

Niños trabajadores en socavones de minas, bajados a pozos profundos en busca de agua y amarrados con cabuya; niños vendiendo en la madrugada tinto y empanadas; niños en los campos desyerbando y cuidando animales; niños en las calles, medio vestidos buscándose la vida. Este país es canalla con la infancia y les voy a demostrar con un solo caso cómo somos de hipócritas desde la institucionalidad: existe una entidad que ha alcanzado logros increíbles, tanto como que ya está sentada en la junta de la Cámara de Comercio de Barranquilla. Me refiero a Undeco, asociación de tenderos con más de treinta mil miembros (calculado) que han dado sus batallas y alcanzaron ya la máxima organización del comercio.

Les pregunto a las directivas de Undeco si desconocen la cantidad de menores que trabajan para sus afiliados, muchos de ellos viviendo en las trastiendas para luego pasar el día pedaleando a pleno sol y así cumplir con los domicilios que tanto nos gustan y celebramos. Ninguno de nosotros les da propina cuando entregan su bolsa –o si alguien lo hace que por favor me escriba y lo contamos–. Lo ideal sería que, al menos, el tendero les pague lo que corresponda legalmente, les provea casco y chaleco, así como de una bicicleta que tenga siquiera frenos.

Somos indolentes ante la necesidad de esos niños que vienen de los pueblos en busca de un camino para salir a ser alguien y terminan destruidos, envejecidos y mal acompañados por otros como ellos, pero que han escogido el raponazo y el asalto como forma de vida. Somos tolerantes con el abuso que se comete con ellos porque “él lo eligió”, como si para un niño desolado en pobreza existiese la posibilidad real de escoger algo. Nada puede elegir porque nada se le ofrece, entonces cae en el rebusque. Si es sano y criado en buenas costumbres, el oficio de domiciliario termina siendo “tremenda” oportunidad. Lo máximo que logra es pasar a dependiente de tienda o frutera, cuidador y lavador de carros, cargabultos en las plazas de mercado o reciclador. ¿Hay derecho a tanta ignominia?

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