Lo primero que se imaginará el lector de esta columna, por el título, es que voy a hablar de lo que representa generar una marca que catapulte un negocio o que lo mantenga funcionando bien. Pero no. Quiero hablar de cosas que marcan.

Mientras esto escribo me encuentro en Bucaramanga, ciudad que se anuncia con su marca de ‘Ciudad bonita de Colombia’. Y sí, es bonita, pero no voy a hablar de eso tampoco. Como tampoco es el momento de hablar de la nueva marca que se está gestando en Barranquilla como ‘La ciudad ventana’. Eso será para cuando haya más tiempo para analizar el hecho.

Quisiera hablar de un hecho que me marcó durante mi estadía en Bucaramanga, donde se llevó a cabo el VII Congreso Nacional de Filosofía, cuyo anfitrión fue la Universidad Industrial de Santander. Aparte de las obvias marcas de los encuentros, las charlas, las ponencias, las inquietudes que quedan, hay un hecho que me dejó una profunda marca y una pregunta que nunca podré responder.

Es esa imposibilidad de responderla, porque sería saber la continuación de una historia a la que no tengo acceso, lo que me obliga a pensar el ejercicio de la academia, desde la misma academia. Y todo sucedió en un taxi, en el tránsito, una mañana, entre el hotel y la universidad.

Por razones que ahora no recuerdo (aparte mi manía de hablar con los taxistas mas allá del lléveme a tal parte y gracias), el taxista me empezó a relatar su vida, por lo cual terminamos ambos llorando. Él, una víctima más de la violencia asesina en este país, al final me mostró una de las cicatrices que en su espalda había dejado la matanza de sus padres cuando era niño.

Él sabe quienes fueron los perpetradores, pero no los voy a nombrar. Aceptaba que había vivido odiando y lleno de rencor, pero que ya no, porque tiene una nueva familia que ahora está indigente debido a la enfermedad de su esposa, quien falleció unos meses atrás. Después de gastar lo poco que tenía en los tratamientos y el sepelio, desesperado deambula en pequeños trabajos que le permitan recoger lo suficiente para volver al campo.

Me dice que no puede perdonar, pero que toca dejar pasar la página. Me dice que su mujer le enseñó a amar y a dejar de odiar. Su dolor es profundo, pero se rehúsa a ser víctima, a lo que tiene derecho según el nuevo proceso de paz. Pero como toda persona traumatizada, es incapaz de volver a esa zona donde vivió su tragedia y no quiere pedir nada al Estado.

Nos despedimos y entro al recinto académico donde escucho una ponencia sobre la obra de Libia Posada. Entre sus obras, hay una que me hace reflexionar sobre lo ocurrido con el taxista, mientras los ponentes hablan. Hablan acerca de una de las obras mejor conocidas de Posada: las fotografías de las piernas de mujeres muy diversas, en las cuales hay un dibujo de un mapa, de un trayecto.

Son los caminos que ellas han recorrido durante su desplazamiento por la violencia colombiana, aquellos que han comunicado a la artista, durante su proceso investigativo y creativo. Proceso obviamente terapéutico para ambas partes y ahora para nosotros, quienes podemos apreciar la obra expuesta.

Unas marcas, como las de Libia Posada en las piernas de las mujeres, son fugaces, inteligentes, estéticas y liberadoras. Las que hacía el proxeneta de Cartagena en los cuerpos que había violentado, son marcas imborrables. ¿Quién ayudará a curar esas heridas? No ayudan los miles de chistes y pendejadas que siguen apareciendo en las redes sociales y que las remarcan de la manera más horrible.