El período de la conquista no sólo explotó los recursos naturales, no sólo abusó de hombres y mujeres, no sólo dejó un eco violento, también quiso borrar nuestra identidad. Nos impusieron el rechazo a lo que somos. Esa negación del ser, esa vergüenza cultural y ancestral, ese desprecio a nosotros mismos. Fue tan efectiva la dosis de odio, que más de cuatrocientos años después las consecuencias se mantienen en el imaginario colectivo.

El primer paso para combatir el racismo y el clasismo es la exploración de la historia. Hay que recordar el pasado, mirar a nuestros antepasados y reconocernos como parte de un todo. Asimilar las secuelas de varias etapas crueles y violentas. Entender que no es un tema de privilegios, ni de opinión, ni que tampoco tiene que ver con cierta década. Infortunadamente es un asunto cultural. Son condiciones inherentes a una sociedad que le cuesta encontrarse y reinventarse.

Necesitamos educación y empatía. Aceptarnos que fallamos como individuos y colectivo. Aunque sobresale lo políticamente correcto, muchos siguen con pensamientos denigrantes. Otros los expresan y no les preocupa pisotear a los demás. Algunos aprenden a disimular, se autoengañan, esconden el elitismo y las fobias atrás de una pose moral en general vacía. El punto es que sin importar el estrato social, el nivel educativo o la raza, un amplio sector de la sociedad se pierde en esas consecuencias generacionales del arribismo solapado y destructivo. De la falta de identidad. Esa vergüenza que cargamos como lastre. Como si todos los colombianos no fuéramos mestizos.

El linchamiento al que estamos expuestos en la actualidad es inaceptable. Lo políticamente correcto se convierte en un problema. Eso es indiscutible. Ahora, es pertinente destacar que el clasismo también se refleja en las lapidaciones contemporáneas. Desde lo más banal hasta lo más complejo. Así que escogen a quién juzgar y a quién perdonar. Ciertos mundanos merecen la tolerancia y la indulgencia, mientras que otros deben sumergirse en la hoguera y agachar la cabeza. Es curioso a quiénes protegen y a quiénes condenan. El tema de clases siempre está presente. Y ese no es el mayor inconveniente, es negar lo evidente y señalar de resentidos a quienes lo evocan.

Es momento de analizar el pasado injusto que han vivido las comunidades afro e indígenas, los campesinos, los pobres y desprotegidos. Pero no desde moralismos ni falsas apariencias. Todo lo contrario, es hora de quitarnos la careta, de admitir los pensamientos mezquinos y comprender por qué están ahí, por qué este país es clasista hasta la médula. Es un reconocimiento colectivo, es la búsqueda de nuestra identidad, es la transformación de la sociedad.

Seguimos con residuos de la colonización, seguimos con la actitud servil y zalamera, seguimos con ese delirio de fingir lo que no somos. Seguimos sin hallarnos ni respetarnos. La clave está en la introspección, en estudiar la historia y desaprender las mañas, en ser menos hipócritas. Eso sí, en ser un poquito más humanos.

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