Este periódico ha sido a lo largo de su historia un firme defensor de las instituciones, por encima de las turbulencias a las que puedan estar sometidas en determinados momentos.

La institucionalidad es el pilar que garantiza estabilidad y genera la confianza de los ciudadanos en torno a un proyecto común. Sin un sistema institucional sólido, los países corren el riesgo de sumirse en un caos al cual después resulta muy difícil escapar.

Ahora bien: esta defensa sin fisura de las instituciones no nos impide ser críticos cuando toman decisiones o adoptan medidas que consideramos erradas. Como ha sucedido, en nuestra opinión, con el fallo de la Corte Constitucional que da luz verde a la ley estatutaria de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP).

Una cosa es acatar un fallo, a lo que debemos estar obligados todos. Otra, muy diferente, es compartirlo. Y este no solo no lo compartimos, sino que lo reprobamos categóricamente en el punto concreto referido a la inclusión, en el esquema de justicia alternativa, de los delitos sexuales contra menores cometidos por los exguerrilleros de las Farc.

La Corte alega que, en su fallo, no entró a discutir el fondo del tema, sino que se limitó a señalar que el Congreso –que aprobó excluir de la justicia transicional el punto de los abusos a menores– no tenía competencias para modificar el Acto Legislativo 01 de 2017 que estableció la JEP y que tiene blindaje constitucional. Por su parte, el magistrado ponente de la sentencia señaló que, en el modelo de justicia transicional que se adoptó en el país, las sanciones “no se imponen en relación con la naturaleza de los delitos sino por el grado de reconocimiento de verdad, reparación de las víctimas y no repetición”.

Todo eso podrá ser cierto. Pero el hecho indignante es que, más allá de las argumentaciones legalistas, un crimen tan atroz como la violación de menores ha terminado formando parte del ‘paquete’ de delitos conexos de la pretendida lucha revolucionaria que contribuyó a desangrar a Colombia durante más de medio siglo. En el tortuoso proceso de paz, muchos hemos aceptado tragar apestosos ‘sapos’ pensando en los beneficios de la paz para el país, pero este colosal batracio resulta imposible de digerir.

Incluso aceptando que la Corte Constitucional obró escrupulosamente conforme a Derecho al elaborar su fallo, no nos resignamos a aceptar que no existan mecanismos jurídicos que impidan la consumación de este despropósito.
Los abusos de niñas y niños deben ser juzgados por la justicia ordinaria, y con la máxima dureza que permita la ley. Lo otro sería enviar un mensaje de terribles consecuencias en un país donde la criminalidad contra los menores es una de las más terribles plagas.