Apagar el fuego con gasolina. Es la muy cuestionada estrategia con la que el presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, está enfrentando el estallido social, mezcla de indignación y dolor, desatado por el más reciente episodio de brutalidad policial contra un ciudadano afroamericano. Las imágenes de un agonizante George Floyd, tirado en el suelo boca abajo en plena vía pública de Minneapolis y con su cuello presionado, durante más de 8 minutos, por la rodilla del policía Derek Chauvin, le siguen dando la vuelta al mundo y sus últimas palabras, advirtiendo que no podía respirar, siguen siendo el grito de batalla que se escucha en las protestas que se extienden más allá de las fronteras de Norteamérica.

Ni el temor a un contagio, ni las restricciones impuestas por la pandemia, que ha cobrado la vida de más de 100 mil personas en Estados Unidos, han menguado el clamor de justicia igualitaria de decenas de miles de ciudadanos que, día y noche durante la última semana, se han lanzado a las calles para expresar su desolación y rabia por el asesinato de Floyd. Por el contrario, la frustración de quienes se encuentran sometidos a todo tipo de presiones económicas y sociales, como consecuencia de esta inédita crisis sanitaria, ha encontrado desfogue en las movilizaciones que recogen el sentir de comunidades vulnerables, como los afroamericanos y los migrantes latinos, que suelen ser los más impactados por el odioso racismo sistémico enraizado en los cuerpos policiales y otras instituciones de ese país. La destrucción de más de 40 millones de empleos debido a la COVID-19 está hoy retroalimentando la frustración colectiva de los afroamericanos de saberse amenazados y perseguidos en sus propio país.

Es un hecho, confirmado por investigadores de salud pública de ese país, que el coronavirus está infectando y acabando con la vida de ciudadanos afroamericanos a tasas “desproporcionadamente altas”. Los especialistas, que analizan los índices de contagios, hospitalizaciones y letalidad en ciudades y estados, lo atribuyen a las enormes desigualdades, que soporta esta población en materia de ingresos y acceso a atención sanitaria, y que se están agudizando por la falta de trabajo.

Nada justifica la violencia, los saqueos, el vandalismo o los disturbios registrados en las principales ciudades del país, que deslegitiman el sentido de la protesta pacífica contra el racismo y la discriminación por su carácter autodestructivo. Pero amenazar con emplear la fuerza como respuesta al grito de una nación en llamas, sacudida por el enojo y la desesperanza, no solo es peligroso, sino extremadamente insensato.

A cinco meses de las elecciones, Trump está pasando de ser un defensor de las libertades, como a él le gusta ser reconocido, a un líder autoritario, cada vez más reprochado que se está quedando solo. Estos señalamientos los hacen desde expresidentes hasta representantes de sectores políticos, económicos y sociales, pasando por líderes religiosos. No es de extrañar, luego de llamar “débiles” a los gobernadores de su país, de amenazar con un despliegue de fuerza contra los manifestantes en un momento tan crítico y de aparecer Biblia en mano, en la Iglesia Episcopal de San Juan, irritando a muchos fieles e incluso a la propia obispo de la Diócesis de Washington, que lo acusó de abusar de los símbolos sagrados y de “inflamar la violencia, haciendo todo lo posible para dividir”.

En medio de la ira de millones aún encendida, se rescatan gestos de empatía y compasión. No todo es confrontación hoy en el país de la furia. Policías, soldados y alcaldes han tenido la grandeza de poner su rodilla en el suelo ante los manifestantes para apaciguar los ánimos, ofreciendo un atisbo de humanidad, una señal de reconciliación, una luz de esperanza. Ellos que están en las calles acompañando a los marchantes, sintiendo su aflicción y desconsuelo, han recogido las banderas del liderazgo moral que otros parece que ya perdieron.