Los tambores de una guerra total se escuchan con fuerza en el Líbano. Hace más de una semana este país de Oriente Medio soporta una escalada de ataques de Israel, que se inició con la doble jornada de explosiones indiscriminadas de dispositivos electrónicos de militantes de Hezbolá, continuó con un intercambio de centenares de cohetes transfronterizos y ha proseguido con una campaña de intensos bombardeos a cargo de la aviación israelí contra objetivos estratégicos e infraestructura de la milicia proiraní, que ha matado a más de 600 personas y herido a unas 2 mil.
Han sido los más mortíferos desde el conflicto que los enfrentó en 2006. También los que mayor daño le han causado a su cadena de mando, central de comunicaciones y enclaves de lanzaderas.
Lo que parece inminente se anticipa aún peor. Brigadas del Ejército israelí toman posiciones en la frontera para lanzar una incursión terrestre. Estrategia calcada de la operación contra la martirizada Gaza, donde la desproporcionada reacción de castigo colectivo de Israel ha acabado con la vida de 41.400 palestinos y arrasado el territorio por completo, luego del brutal ataque terrorista de Hamás, que el día 7 de octubre de 2023 asesinó a 1.200 personas y secuestró a 250.
Si antes fueron decenas de miles de israelíes, residentes en la frontera norte, los que salieron de la zona tras los ataques cruzados entre Hezbolá e Israel, con los que la milicia aliada de Hamás pretendía en vano debilitar la capacidad del ejército hebreo en Gaza, ahora son los habitantes del sur y este del Líbano, también por miles, los que escapan de sus hogares para salvar sus vidas.
Esta huida masiva que eleva a medio millón el número de desplazados en un país diezmado por sus sucesivas crisis es la viva imagen de la desesperación, también del miedo, debido a que ningún sitio resulta seguro para sus habitantes. La tensión al alza moviliza a la comunidad internacional, encabezada por Estados Unidos y Francia, que intenta negociar un cese al fuego, bastante poco probable a tenor de sus fallidos esfuerzos para detener la barbarie que se ha enquistado en Gaza.
Israel no muestra ninguna intención de dar marcha atrás en el Líbano, pese a las alertas encendidas por el riesgo de contagio de un histórico conflicto que amenaza con desestabilizar aún más a una región en crisis permanente. El primer ministro, Benjamín Netanyahu, nunca defrauda. Haciendo gala de su prepotente actitud belicista justifica la ofensiva contra Hezbolá, por un lado en la defensa del Estado de Israel, y, por otro, en que se deben crear condiciones seguras para el retorno de las 60 mil personas desplazadas de la zona de frontera con el Líbano.
No mide el líder del partido Likud, o quizás sí, pero poco o nada le importan los impredecibles efectos que podría generar esta nueva fase de ajuste de cuentas si Irán decide finalmente actuar en respaldo a la milicia libanesa, a la que ha mantenido como un elemento disuasorio, lo más parecido a un seguro de vida, para hacer desistir a Israel de un ataque en su contra. Si esto ocurre, la guerra regional sería inevitable, así como una crisis mundial del petróleo con impactos indeseables, sobre todo en la fase final de la crucial elección presidencial en los Estados Unidos.
El mundo contiene el aliento, mientras los peores escenarios en Oriente Medio se materializan. La infame agonía de Gaza no se puede repetir. Es el tiempo de la diplomacia. Conscientes del catastrófico e incierto horizonte que se abre ante sus ojos, los líderes globales deben actuar con absoluta determinación antes de que Israel, como advierten Egipto, Jordania e Irak, empuje a la región a una “guerra total”. No existe certeza alguna de que sea posible conjurar la actual escalada militar que luce desbocada, pero resulta imprescindible mantener abiertos los canales de negociación, en especial con Israel e Irán, que bajo ninguna circunstancia deberían repetir errores del pasado.