Conmigo que no cuenten, a mí que me esculquen, con él ni a la esquina… Atronador ha sido el runrún de voces de petristas de pura sangre que esta semana se han rasgado las vestiduras ante la intempestiva reaparición del indómito Armando Benedetti, a quien consideran su bestia negra.

Pero quien mece la cuna piensa otra cosa. Resignificando el sentido de la conocida expresión al que no le gusta el caldo le dan dos tazas, el presidente Gustavo Petro designó por tercera vez en un alto cargo de su Gobierno a su más avezado operador político. Lo nombró asesor directo, lo instaló a su lado en el tercer piso de la Casa de Nariño, y lo puso, a manera de escarmiento penitencial, bajo las órdenes de su antigua discípula, la actual directora del Dapre, Laura Sarabia.

Imposible dejar en el aire que Benedetti -embriagado de la soberbia machista que se parapeta en las desiguales relaciones de poder- la agredió con una virulencia despiadada, tan vulgar como altanera, amenazándola con destapar inconfesables secretos de campaña que los conducirían a todos a la cárcel. Lamentable episodio de cuchillos en la espalda que se quedó en lo anecdótico, como otros hechos éticamente inexplicables que han abierto fisuras en las filas del progresismo.

Estremeció en su momento el sepulcral silencio presidencial ante el desafío grosero del hombre de los votos, las relaciones non sanctas y los miles de millones, según sus plañideros reclamos. Pero apenas cesó la tormenta, la desatada conducta de quien se revelaba como la versión criolla de ‘Garganta Profunda’ fue premiada con un exilio dorado en Roma, la ciudad eterna, en una embajada de ensueño, reabierta a la medida de sus gastos que le costó al país un ojo de la cara.

Ya había estado al frente de una delegación diplomática, la de Venezuela, de donde el oprobioso régimen de Nicolás Maduro lo sacó a sombrerazos. Tremendo mérito el que tiene Benedetti: convertirse en un personaje incómodo e impresentable en el deshonroso baremo de quienes son reconocidos como los grandes maestros en indignar por su descomunal cinismo, abuso y descaro.

Tan adicto como siempre a las altas esferas del poder, aunque rehabilitado, según pregona, de otras dependencias, el irreductible Armandito, a quien las investigaciones acechan pero nunca alcanzan, a quien se le amontonan los señalamientos por distintas causas, sobre todo las de género, puede darse por bien servido. Su mediático reingreso a la casa estudio de nuestra política dejó a la guardia pretoriana del Gobierno descolocada, mientras ratificó su dominio de la escena.

Da risa que incondicionales de la promesa de cambio defiendan el regreso de Benedetti por la puerta grande, blandiendo la tesis de que Petro quiere tenerlo en la mira para controlarlo, cuando todos saben quién tiene el sartén por el mango. Nada más cierto que la información es poder, intangible valioso en tiempos de campaña electoral, como lo está el presidente hace rato.

De manera que, pese al sentimiento de traición u orfandad de los valores progresistas que planea en el ambiente, del desengaño o decepción palpable entre las huestes petristas del gabinete y el Congreso, la “reflexión crítica” invocada por figuras claves del proyecto político, como el senador Iván Cepeda, tendrá que esperar. Primero, el poder por el poder, luego las líneas éticas, esas que ya corrieron antes. ¿Por qué no ahora? Cómodos, como están, en sus posiciones de privilegio, el amago de rebelión de hace unos días quedó apenas en un paripé. Porque, al final de la historia, donde manda capitán, no manda marinero. Aunque quien realmente lo hace es el recién llegado.

Esa es la sensación que le ha quedado a un país que inmerso en sus crisis diarias, hastiado de la maledicencia de la política, asomó la cabeza para percatarse del alboroto y volvió a lo suyo, desconsolado por el acto de alevosía del que fue testigo. Es el retrato del actual momento. La desconfianza e indignación campean, mientras los destrozos se les acumulan por los rincones.

Nada que hacer, son las miserias de la política más espuria. ¿Pero de qué se extrañan? Si el exsenador, exembajador y lo que haga falta, por qué no, próximo ministro del Gobierno, jamás se fue. Siempre estuvo ahí, cerca, muy cerca del jefe de Estado, a quien no le disgusta su actitud pendenciera ni sus largos escándalos, en tanto haga lo suyo con su demostrada habilidad táctica, la que ya empezó a desplegar en el Congreso, donde se paseó con sigilosa actitud. Tiembla Cristo.

Insistiremos en preguntar, aunque no recibamos respuestas claras, porque parece que nadie las tiene. ¡Qué sainete! Al final, todo se quedará en sospechas, en algunos discursos cargados de tigre resignado y en aceptaciones a regañadientes, con lo cual el indignado se convertirá en culpable y el cuestionado, en el inocente enlace del presidente en el Congreso. Pobre Colombia.