De nuevo la violencia sexual contra nuestras niñas nos alarma, nos indigna, nos obliga a unir esfuerzos para desterrar la múltiples maneras de abuso a las que diariamente son sometidas, sin que las aterradoras cifras disminuyan.

Esta vez, una menor de 14 años fue raptada, drogada y abusada por cinco jóvenes en el barrio Los Ángeles, de Barranquilla, según la denuncia que interpuso su madre luego de encontrarla en una vivienda del sector en aparente estado de sedación y visiblemente afectada, física y sicológicamente, por lo ocurrido.

Las circunstancias de la agresión no distan mucho de las que suelen presentarse en nuestro país: algunos de los involucrados son conocidos de la victima, el ataque se presentó cerca de su casa, los padres no parecen tener una idea muy clara acerca del lugar en el cual su hija pudo haber estado luego de desaparecer por algunas horas.

En calidad de indiciados fueron detenidos dos jóvenes, uno de ellos menor de edad, mientras la familia exige celeridad en la investigación que adelanta la Fiscalía y la víctima permanece recluida como paciente siquiátrico donde el personal médico se encarga de las graves secuelas que sobrevinieron al brutal ataque.

Esta niña forma parte de los cerca de 20 mil menores que son abusados sexualmente cada año en Colombia, según cifras del Instituto de Medicina Legal. Un poco más de 1.500 al mes. Cerca de 55 cada día. Alrededor de 2 cada hora. Son números que dan cuenta, más que de una fría estadística criminal, de una enfermedad social, de un talante que debería traspasar los límites de la vergüenza.

Y los perpetradores –al parecer apenas un poco mayores que su víctima– son el producto de una sociedad que ha normalizado las conductas machistas en las cuales la mujer, y especialmente las niñas y adolescentes, son poco menos que objetos sin derechos y sin dignidad.

Hemos insistido hasta la saciedad en que en estos casos no sirve de mucho la velocidad con la que se atrapen a culpables y cómplices, ya sea como una muestra de eficiencia o como respuesta a la indignación ciudadana, si no se comienza cuanto antes un trabajo interdisciplinario que intervenga en el origen mismo de esta problemática: las familias, las escuelas, los barrios, no solo para castigar los crímenes, sino para entender las razones por las cuales las cifras siguen aumentando, y así poder prevenirlos.

La reacción es necesaria y obligatoria. Pero la reflexión juiciosa, originada, por supuesto, en el reconocimiento de unos hechos, y también en nuestra capacidad para mantener intactas la conmoción y la rebeldía ante la barbarie, es una herramienta poderosa para enfrentar con eficacia al que es, sin duda alguna, el peor de nuestros males: la violencia, la vejación y la cosificación de nuestras mujeres y niñas.