Un debate de enorme trascendencia política sacude en este momento a Alemania, y bien harían las democracias occidentales en seguirlo con la máxima atención en estos tiempos turbulentos que vivimos. La tormenta tiene epicentro en Turingia, uno de los 16 estados federados del país, de algo más de dos millones de habitantes.

El miércoles pasado, Thomas Kemmerich, un dirigente poco conocido del Partido Democrático Libre, fue investido primer ministro de dicho land con el apoyo del partido de la canciller Angela Merkel (CDU, de centro derecha) y –lo verdaderamente importante– del ultraderechista AfD.

Se rompía un tabú vigente en Alemania desde el final de la II Guerra Mundial: el de facilitar que formaciones extremistas de derecha, con invocaciones filonazis, consigan espacios en la vida nacional.

Kemmerich solo duró unas horas en el cargo. Al día siguiente dimitió ante las presiones de amplios sectores de la sociedad, lo que ha dejado a Turingia en un limbo administrativo, a las puertas de unas nuevas elecciones.

En la reacción contra la designación de Kemmerich jugó un papel crucial la canciller Merkel, que calificó de “vergüenza nacional” lo ocurrido y dirigió durísimas críticas contra los miembros de su propio partido en Turingia que participaron en la operación.

La talla moral y el liderazgo que exhibió Merkel en este incidente contrasta con lo que sucede, por ejemplo, en España. En este país, el conservador Partido Popular no ha visto ningún inconveniente en establecer pactos de gobernabilidad con el partido ‘ultra’ Vox en distintas territorios, como Andalucía, Madrid o Murcia.

Son dos actitudes ante un fenómeno que constituye hoy una de las grandes amenazas para la estabilidad de las democracias europeas: la irrupción de partidos de ultraderecha, xenófobos y racistas, que coquetean con las doctrinas totalitarias del pasado, cuando no las alaban de manera explícita.

Se podrá alegar que tal amenaza también podría provenir de movimientos inspirados en los totalitarismos de izquierdas que tanto daño causaron a la humanidad. Y que si Alemania actúa con especial celo contra las corrientes de ultraderecha es por razones de su particular y traumática experiencia histórica con el nazismo.

Todo ello es cierto. De lo que se trata es de identificar, con rigor y sin prejuicios, a los enemigos potenciales de la democracia, cualquiera que sea su orientación ideológica (el AfD lo es, sin género de dudas), y aislarlos mediante un ‘cordón sanitario’. Como se ha hecho en Alemania. Y como, lamentablemente, no se hace en España.