Decretar medidas cautelares en el Canal del Dique para preservar la verdad sobre las miles de víctimas de desaparición forzada arrojadas en este brazo del río Magdalena sería una decisión acertada. La determinación que evalúa la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), en respuesta a una solicitud de la Ruta del Cimarronaje –proceso colectivo integrado por 200 organizaciones sociales del Caribe–, facilitaría la construcción de la memoria histórica, y permitiría el reconocimiento de verdad, justicia, reparación y garantías de no repetición sobre el horror allí vivido. Pero, sobre todo, con ello se daría un paso realmente significativo para asegurar la sanación y el perdón que reclaman, con todo derecho, los moradores de la zona, hoy supervivientes de esa barbarie.

Luego de años de acompañamiento que posibilitaron espacios de confianza para quebrantar los mecanismos de terror usados por las estructuras de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), con miras a mantener el silencio absoluto de las comunidades del Canal del Dique, pescadores y campesinos asentados en la región comenzaron por fin a relatar la crueldad que soportaron entre 1997 y 2005 como consecuencia de las prácticas deshumanizantes impuestas a sangre y fuego por estas organizaciones paramilitares en su monstruosa estrategia criminal de control social y territorial. Los ‘estados de hecho’ instaurados por los victimarios en estos territorios transformaron por completo la vida de sus pobladores. Testigos afirman que los desparecidos se cuentan por miles, en particular hombres que fueron torturados, asesinados de manera selectiva o en masacres, descuartizados en casas de pique y lanzados al Magdalena, transformado en una fosa común a cielo abierto. Otras víctimas huyeron tras ser sentenciadas a muerte por desobedecer las reglas arbitrarias de los señores de la guerra.

Colombia necesita conocer esta verdad. No puede seguir sumergida bajo las aguas del río o enterrada en el lodo y el pantano del canal por más tiempo. Resulta pertinente recopilar los valiosos testimonios de las familias y vecinos de los desaparecidos, testigos de las atrocidades, que además coinciden con las versiones entregadas a la justicia por los perpetradores de estos hechos, como los exintegrantes del Bloque Montes de María. Es tiempo de conocer las identidades de las víctimas, las circunstancias en las que se produjo su muerte, y especialmente las responsabilidades alrededor de sus crímenes. El horror del Canal del Dique es tan real como el dolor que permanece intacto entre los habitantes de las riberas que se estremecen al recordar el macabro desfile de cuerpos desmembrados en las aguas del río bajo las bandadas de goleros dispuestos a darse su festín diario.

Si la JEP aplica medidas cautelares, como ha hecho en El Copey y Aguachica, en el Cesar; o en El Salado, Bolívar, las familias de las víctimas podrían encontrar evidencia de sus seres queridos conducente a realizar una posible exhumación de los restos. No es solo un avance importante, sino el que se requiere para lograr la búsqueda del reconocimiento que reclaman. Su mayor temor radica, sin embargo, en la megaobra del nuevo Canal del Dique, un proyecto de $ 2,8 billones que busca la regulación activa del ingreso de caudales a la zona y la mejora de la navegabilidad entre la bahía de Cartagena y Calamar, a lo largo de 117 kilómetros, que se prevé comience a ejecutarse en el segundo semestre de 2022.

Las víctimas han dicho que no se oponen a la recuperación de este importante corredor fluvial, pero asumen que si no se materializa la protección de sus derechos perderían una oportunidad histórica para esclarecer lo sucedido, encontrar a sus seres queridos y evitar un olvido irreconciliable con sus deseos de sanar y perdonar.