Ucrania celebró la Navidad a oscuras. También el Año Nuevo lo recibirá en penumbra por los durísimos apagones, efecto de devastadores ataques con misiles y aviones no tripulados dirigidos contra la infraestructura energética, en las semanas previas, que dejaron a millones de personas sin este servicio básico esencial, además en la temporada más gélida del año.

Ciertamente, el objetivo de los estrategas militares de Moscú se cumplió al pie de la letra. Otra consecuencia más de la espantosa guerra que la nación soporta desde febrero cuando Rusia invadió su territorio.

Aunque es un hecho que el autócrata Vladimir Putin, víctima de su propia infamia, permanece estancado en un conflicto que ha dinamitado por completo su imagen de gran potencia militar, también es evidente que ha infligido, y lo sigue haciendo a diario, un incalculable sufrimiento al pueblo ucraniano.

A pesar de su ejemplar resistencia, el precio que pagan por los delirios de grandeza del mandatario ruso, reinventado como el nuevo zar del siglo XXI, es inestimable. Quienes mejor lo atestiguan, sobre todo en este tiempo, son los niños a los que la guerra que libran los adultos –muchos de ellos en contra de su voluntad– les roba, día tras día, su infancia. No es la primera vez que pasa y tampoco, me temo, será la última. De manera que, mientras en las principales ciudades ucranianas los gobiernos locales tratan de mitigar la aflicción de los más pequeños con ingeniosas maneras de celebrar la Navidad, encendiendo, por ejemplo, la iluminación del llamado Árbol de la Invencibilidad, ubicado en Kiev, con pedalazos en un bicigenerador de energía, las cabezas visibles de esta crisis aceleran sus encuentros para preparar o ultimar los detalles de una nueva escalada que tomaría forma una vez el ‘general invierno’ les dé un respiro. Conviene, sin embargo, no equivocarse. La guerra no se ha detenido, ni los bombardeos han cesado, ni tampoco las hostilidades terminaron. Es más, el 24 de diciembre, Rusia mató a 16 personas e hirió 70 en un ataque de artillería en la ciudad liberada de Jersón.

Lo que se avecina, luego de semanas en las que ni Ucrania ni Rusia han lanzado operaciones ofensivas de envergadura, es bastante incierto. Pero resulta lógico considerar que ambas partes, tras superar sus debilidades, dificultades o limitaciones por las carencias logísticas, en especial de armamento, municiones y sistemas de defensa antiaéreas, intentarán destrabar la guerra en los primeros meses de 2023.

Por el momento, unos y otros tratan de mantener sus posiciones, sumar nuevos recursos y apoyos aliados. Es lo que se concluye de las visitas del presidente Zelenski, de Ucrania, a Washington donde conversó con su homólogo, Joe Biden, y la de Putin a su incondicional socio, el gobernante de Bielorrusia, el ‘eterno’ Aleksandr Lukashenko. Total, ambos obtuvieron lo que querían: más medios para escalar la confrontación. En el caso de Kiev, las baterías de misiles Patriot, un arma defensiva de última generación que podría significar una jugada crucial en el ajedrez de esta profunda crisis.

Tras 10 meses, la guerra –así la ha llamado Putin por primera vez, lo cual no es solo una cuestión semántica– no muestra un escenario de paz. Ni siquiera de negociaciones que permitan dar pasos en ese sentido, de modo que la tensión aumentará en 2023, con todo su impacto en términos energéticos, en las dificultades para acceder a alimentos, recesión, estanflación, un auge del malestar social, tensiones internas en los países y una larga lista de situaciones aún imprevisibles.

Lo que pasa en Ucrania también nos afecta. No olvidemos que somos parte de una aldea global en la que terminamos todos siendo el patio trasero de quienes se encuentran en la primera línea de una horrorosa guerra que no puede seguir sin fecha de caducidad. Algo tiene que suceder.