A punto de terminar el primer año de la pandemia de Covid-19 en el que ciudadanos de todo el mundo han afrontado la pérdida de sus libertades por las restricciones impuestas a la movilidad y a las interacciones sociales, el derecho fundamental a la educación de millones de niños y adolescentes sigue estando limitado debido al prolongado cierre de los centros escolares, lo que ha provocado un daño continuo en su bienestar mental y físico y procesos de aprendizaje.

Tras el nuevo cese de actividades académicas en Estados Unidos y Europa por el incremento de casos que dejó a más de 320 millones de niños sin clases en noviembre, Unicef insistió en que escuelas y colegios no son considerados los principales focos de propagación del virus. A diferencia de lo ocurrido en el inicio de la pandemia, hoy existe en el mundo una transmisión comunitaria en la que los países experimentan importantes brotes de contagio local sin que sea posible establecer su origen, según comprobados análisis epidemiológicos.

En otras palabras, la Covid-19 campea a sus anchas en los territorios acelerando su proliferación por la falta de medidas sanitarias y autocuidado de sus habitantes. Cerrar establecimientos educativos no debe ser el primer recurso de los gobiernos para intentar controlar el virus, sino el último. Los beneficios de mantener estos centros funcionando o de generar condiciones seguras para su reapertura superan con creces los costos de volver a ordenar su cierre o de aplazar indefinidamente el reinicio de las clases, especialmente cuando se trata de estudiantes marginados y vulnerables que completan más de nueve meses por fuera de las aulas, lo que incrementa los riesgos de desnutrición, trabajo infantil, violencia intrafamiliar, abuso sexual y deserción.

En Atlántico, donde según la más reciente encuesta de calidad de vida del Dane, el 56,5% de los hogares no cuenta con un computador de escritorio, un portátil o una tableta; además, el 73% no dispone de recursos económicos para acceder a ellos, la brecha digital está agravando la base de desigualdad estructural en materia educativa. Resulta inaplazable de cara al nuevo año garantizar el regreso a clases presenciales, mediante el esquema de alternancia, en los colegios y escuelas de Barranquilla y el departamento, previa concertación con la comunidad educativa y asegurando el cumplimiento de los protocolos de bioseguridad definidos por los Ministerios de Educación y Salud.

Hay que priorizar la educación en los planes de recuperación de la pandemia invirtiendo recursos en el suministro de agua potable, tecnología, infraestructura y recursos humanos para facilitar el regreso a los salones de clases, teniendo en cuenta que la mayoría de estos espacios no ofrecen las condiciones mínimas para mantener el distanciamiento físico y que los alumnos acudan a un frecuente lavado de manos.

Esta crisis sin precedentes que puso de relieve las falencias del sistema educativo oficial en el Atlántico y el resto del país puede ser una oportunidad para trabajar en planes educativos basados en los principios de inclusión, equidad y no discriminación, como propone un reciente informe de la Unesco y el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) en el que advierten sobre el enorme costo de no invertir en una estrategia para dar continuidad a los aprendizajes de los estudiantes con menores ingresos de América Latina y el Caribe, claramente rezagados por su falta de acceso a recursos humanos, económicos, de infraestructura y conectividad durante la pandemia.

Si no se actúa a tiempo se afectará la formación de talento humano, productividad y competitividad en el mediano y largo plazo, según advierten gremios del departamento que respaldan la apertura de colegios en Barranquilla. Que a nadie se le haga tarde en el propósito de garantizar el retorno de los estudiantes a las aulas, todo un imperativo moral.