Convocar una asamblea constituyente es una cosa muy seria. Se trata de un mecanismo excepcional, no solo por su complejidad procedimental sino por sus implicaciones políticas, que solo debería ser activado en situaciones cruciales para la estabilidad institucional o socioeconómica del país.

Por eso consideramos aventurado abrir en este momento el debate sobre una convocatoria de estas proporciones, como pretende el presidente del Congreso, Ernesto Macías.

En concreto, el senador del Centro Democrático pidió al presidente Duque que “no descarte” una constituyente ante los atascos que está experimentando la agenda legislativa del Gobierno por “las presiones de las Cortes y otros intereses”.

Desde París, Duque le respondió de manera un tanto sibilina, exhortando al Congreso a tramitar las iniciativas pendientes “con esa responsabilidad que tiene hacia el país”. Sin rechazar de modo expreso la hipótesis de la constituyente, le vino a decir a Macías que ponga más empeño en las tareas legislativas ordinarias del Congreso antes de proponer atajos.

Lo que subyace en el fondo de este debate son las tensiones que atraviesan las relaciones entre el Ejecutivo y él órgano legislativo debido a ciertas decisiones novedosas que ha introducido Duque en materia de cultura política. Por una parte, anunció el fin de la mermelada como elemento de transacción con los legisladores; por otra, se propuso ser un presidente de todos, no solo del partido que lo aupó al poder.

El presidente es bien consciente de la temeridad de su apuesta, en un país habituado a los tejemanejes y pasteleos de los poderes públicos. Y, a juzgar por sus declaraciones, parece decidido a asumir todas las dificultades que su determinación conlleva.

La más importante de todas, por supuesto, es que el Congreso no le camina, al menos con la celeridad que el Gobierno quisiera. También está el malestar existente en cierto sector del uribismo, encarnado entre otros por Macías, que no termina de aceptar el empeño de Duque por guardar distancias con el partido.

Hay quienes sostienen que todo se trata de un juego de apariencias. Argüyen que la mermelada no tardará en regresar, y citan la denominada ‘inversión de iniciativa congresional’ contemplada en el proyecto de reforma política, que permitiría al Congreso definir el destino del 25% del presupuesto de inversiones. Consideran además que el supuesto distanciamiento de Duque con su partido forma parte de una estrategia calculada.

Sea como fuera, el hecho es que no es el momento para asambleas constituyentes. En la política de Estados Unidos hemos presenciado situaciones mucho más dramáticas entre el Ejecutivo y el Congreso, sin que se haya recurrido a mecanismos excepcionales para sortearlos.

Lo deseable, en el caso que nos ocupa, sería que los legisladores cumplieran sus funciones pensando más en los intereses generales de los colombianos y menos en sus cuotas presupuestarias y burocráticas. Que actúen a conciencia, apoyando o rechazando iniciativas del Ejecutivo. Pero no empantanándolas a la espera de concesiones.