Sin una solución en el horizonte, los docentes del país cumplieron un mes de paro en medio de protestas que amenazan ya con salirse de control.

Las reivindicaciones que los maestros organizados han puesto en conocimiento del Gobierno abarcan no solo el tema estrictamente laboral, sino que pretenden abordar problemas centrales del sistema educativo colombiano.

Las demandas de los profesores y su aporte en la construcción de un mejor sistema merecen, sin duda, la atención del Estado, como quiera que se trata de una profesión fundamental para la sociedad, ya que de ella depende la formación de quienes tendrán en sus manos el destino país. Al mismo tiempo, en algunos sectores de opinión persiste la idea de que en Colombia el derecho a la protesta social –y esta no sería una excepción– no debería colisionar con otros derechos más importantes, como lo es, en este caso, el de los niños a recibir educación.

En su conjunto, el pliego de peticiones que Fecode ha puesto sobre la mesa del Gobierno resume una situación que exige soluciones profundas.

Lo cual no quiere decir que se desconozcan las consecuencias negativas que un cese de actividades prolongado produce en los casi 9 millones de estudiantes que han dejado de asistir a clases en estos 30 días.

Urge, para salvaguardar los intereses de los menores afectados –la mayoría de los cuales pertenece a las clases menos favorecidas–, un acuerdo inmediato entre las partes que se aparte de los axiomas y los inamovibles, y que privilegie el derecho inalienable de los estudiantes a continuar con su proceso escolar.

Ha dicho el Gobierno que su oferta salarial –un aumento del 8,75% en el salario a los maestros– es lo máximo que puede ofrecer a los protestantes; como respuesta, Fecode insiste en incluir en la discusión el espíritu mismo del sistema educativo colombiano, y para garantizar el cumplimiento de esa demanda anuncia que la huelga se mantiene indefinidamente.

Flaco aporte le hacen a la educación los dos sectores en discordia. Por un lado, el Gobierno tiene la obligación de emprender –de la mano con los maestros– las reformas estructurales que el sistema educativo requiere desde hace décadas.

Por otra parte, los docentes deben entender que dichas reformas de fondo, las cuales dicen reivindicar con su prolongado cese de actividades, no pueden abordarse en cuatro insuficientes semanas de desencuentros, y a la mitad de una movilización que puede desnaturalizarse cuando los argumentos ya no tengan que ver con lo fundamental, sino con las minucias cotidianas de dos fuerzas que intercambian su desconfianza en medio de las calles bloqueadas.

Ambas partes deben llegar a acuerdos sobre lo inmediato, para después abordar, con la calma, la sensatez, la paciencia y la voluntad que todos esperamos, las reformas que nos conduzcan hacia lo más importante: la construcción de un sistema educativo moderno e incluyente, capaz, no solo de transmitir conocimientos a los futuros profesionales del país, sino de formar ciudadanos integrales para construir una sociedad mejor.