Compartir:

Luis Ospina no ha muerto. Eso es todo lo que alcanzo a escribir, una y otra vez sobre la pantalla en blanco, cada vez que intento comenzar este texto. Me cuesta escribir algo más, porque, en el fondo, me cuesta creer que pueda ser cierto. No imagino el cine colombiano sin su presencia. Él es uno de nuestros grandes referentes. Su obra abarca varias décadas y más de 30 títulos y siempre se mantuvo tan joven y disruptivo como en su primer cortometraje. Su irreverencia, su crítica constante a la «oficialidad del cine», su humor ácido y su mirada desenfadada sobre la historia y la vida del país, fueron siempre un norte (o mejor un sur) para pensar, hablar y hacer cine en el país del Sangrado Corazón.

Luis Ospina no ha muerto. No creo ninguna de las historias que se publicaron la semana pasada. Él es una pieza fundamental en la historia del cine en Colombia, e incluso, de América Latina. En cualquier recuento histórico o filmográfico, desde donde se le mire, cómo se le mire, habrá que encontrarse inevitablemente con su nombre, con su obra y con sus constantes esfuerzos para preservar la memoria en un país amnésico. Ospina hizo documental, ficción, experimental, y todo lo que hay en medio. Trabajó en televisión, cine y video. Como si fuera poco, tuvo una revista de cine, un cineclub, un festival de cine, fue miembro del desaparecido Grupo de Cali y del Sindicato de Cineastas Colombianos. Su nombre está por todos lados en la historia audiovisual colombiana y es imposible pensar una cinematografía nacional sin su mirada ácida y certera sobre la realidad. Una mirada que le hizo contrapeso y contraplano a la siempre incipiente industria del cine local.

Luis Ospina no ha muerto. Eso no es posible. Insisto. Ospina es un sobreviviente. Sobrevivió al Grupo de Cali. Sobrevivió a Caicedo y a Mayolo. Sobrevivió al cine experimental de sus años universitarios en Estados Unidos. Sobrevivió a las tentaciones del cine comercial. Sobrevivió al documental militante latinoamericano. Sobrevivió a FOCINE. Sobrevivió a la Cali de los ochentas, que se desmoronaba por la violencia del narcotráfico. Sobrevivió a los críticos de cine. Sobrevivió a todas las crisis nacionales, las económicas, las sociales y las creativas. Sobrevivió a la televisión pública regional. Sobrevivió a la academia y aún, hasta su supuesto final, tuvo las ganas de hacer cine y de vivir del cine. Ahí estuvo siempre, sobreviviendo a este país de locos, de enfermos, de violentos. Ahí estuvo y ahí está.  

Luis Ospina debe andar por ahí con su cámara. Poniendo el ojo donde nadie quiere mirar, escuchando a los que nadie quiere escuchar. Nunca le importó pasar por incomprendido, ni le importaron los duros golpes que en algún momento recibió de la crítica, las audiencias o el «establecimiento». Nunca se traicionó. Ahí estuvo siempre, con los excluidos, con los que sobran, con los que hicieron a un lado. Todos miembros de una hermosa y honorable galería de perdedores ilustres. Porque él entendió que los perdedores son siempre más interesantes, son los que tienen las mejores historias y son ellos los que terminan construyendo el agridulce panorama de la realidad nacional. Desde Oiga, vea (1971), su primer corto rodado en Cali, Ospina siempre prefirió estar fuera de esos circuitos «oficiales». Nunca le interesó, nunca le apostó a eso. Su cine fue un cine marginal, lejano, periférico, y cuando para muchos esas etiquetas sonaron ofensivas, él las convirtió en una insignia que lucía con honor, o al menos, con desenfado y sentido del humor.