¿Cuál ha sido el momento más feliz de tu vida? ¿Y el más triste?”. Desde hace cuatro años, el fotógrafo Brandon Stanton ha estado haciéndoles estas preguntas a quienes retrata. En su página de Facebook, Humanos de Nueva York, publicó esta semana el retrato de una mujer de unos treinta años.

“El momento más triste de mi vida”, dijo ella, “fue cuando descubrí que estaba equivocada en cuanto a mis creencias religiosas”. Entre los comentarios que los seguidores de la página hicieron al leer la cita, sobresalió el de otra mujer, que dijo: “Ese mismo momento, en cambio, fue el más feliz de la mía”.
Criado católico pero agnóstico ahora, he tratado de recordar si hubo un momento exacto en el que mi creencia se volvió duda —y si eso constituyó una tristeza o una alegría. Creo ahora que fue un proceso paulatino y que, al serlo, el cambio me pasó prácticamente desapercibido. Reconozco, también, que mi duelo por la fe, perdida en cuanto cuestionada, fue asistido por la literatura: leer provocó y sanó ese duelo. Y lo fue provocando y sanando hasta que no fue más un duelo sino una manera nueva, distinta, de estar presente.

Cuando era católico, pensaba que, después de muerto, tendría otra vida y que esa vida sería no sólo eterna sino feliz y tranquila. De esa creencia me animaba y calmaba la certeza de que vería a quienes amo otra vez y que, en ese reencuentro, ni la enfermedad ni la muerte nos separarían. No había cabida, allá, para el dolor: con la fe tendría la posibilidad de renacer y reencontrarme con el amor y en el amor, sin las violencias del mundo.

Creía, también, que para tener esa segunda vida, tenía que aceptar sin cuestionamientos todo el dolor de ahora: los dolores personales y los dolores sociales. Entre más difícil fuera esta vida —la mía, la del otro— mejor sería la siguiente. La creencia, pues, traía consigo una romantización del dolor, pero también de la injusticia (y por ende, una renuncia a la dignidad): poner la otra mejilla en lugar de respetarse, acudir a la resignación en lugar de actuar ante una situación que nadie —nadie— tendría por qué vivir: la humillación, la pobreza, la violencia. Todo, a la larga, valía la pena porque habría otra vida y esa vida sería mejor.

Mi descubrimiento como lector fue que, al igual que la religión, la literatura implica un renacer: el catolicismo, específicamente, promete un renacimiento después de la muerte. La literatura, por su parte, no promete nada, pero logra un renacimiento durante la vida —y lo logra de manera continua, sin apelar a un regodeo en el dolor o la indignidad.

Dejé la fe cuando, leyendo, empecé a vivir otras vidas y a renacer, por ende, con cada lectura, agradecido con la vida —las vidas— que tengo ahora y sin importarme que haya o no otra cuando muera. “No hay lectura que no reinvente toda nuestra persona”, dice Amin Zaoui. “Leer es un sorpresivo acto de creación”.

Entre las veces en las que me sentí renacido, destaco el momento en que volví, después de años, a la historia de un hombre llamado Jesús, hijo de Dios y una virgen, que sanó enfermos y resucitó a los muertos, diciendo: “Ámense los unos a los otros, como yo los he amado”. Cuando dejé de ser católico, su historia fue, sin duda, una de las más misteriosas y conmovedoras que viví.