El año pasado - a raíz de una medida restrictiva de la alcaldesa Elsa Noguera De la Espriella sobre la venta de cerveza - las tiendas se volvieron noticia durante varios días. De mis tiempos de infancia, guardo de las tiendas el mejor recuerdo. Pienso, por ejemplo, en la tienda de las Arismendi, unas señoras de gordura colosal que tenían una hermana que un día decretó no salir más a la calle – nunca supe por qué ni tenía edad para esas precoces preguntas – y espiaba a la clientela tras las cortinas. Recuerdo también la de los Maury, frente a mi casa en el barrio San Roque, donde el ritual era entonces, como hoy en muchas tiendas, que los vecinos se sentaran a tomarse unas ‘frías’ alrededor de una sabrosa conversación y de una ruidosa partida de dominó.

Para mis gustos e intereses personales en esa época, la tienda era el lugar donde yo – usando abusivamente el ‘vale’ de la abuela – alcanzaba mi suprema satisfacción de niño con una deliciosa chicha de maíz y una especie de almojábana carmera que llamaban ‘corroncho’. Era mi ‘dosis personal’ cada vez que mi abuela se descuidaba y yo tomaba sin su permiso el cartón donde el tendero anotaba las compras que luego el abuelo pagaba cuando llegaba la quincena.

El recuerdo de esos tiempos me visitó el día de finales de diciembre en que me senté en una tienda a tomarme unas ‘frías’. Como hoy gozamos de la estupenda instantaneidad de las redes sociales, hice unas fotos con mi celular y no resistí la tentación de enviar una a Facebook. Creo que todos los que le dieron ‘me gusta’ o hicieron un comentario, sintieron, sin duda, el valor sentimental que para nosotros sigue teniendo la tienda como sitio de encuentro, de charla y de juego. Algunos incluso citaron las tiendas más ligadas a su nostalgia y en la remembranza se notaba la emoción.

Pero el placer - esa grata tarde de diciembre - no sólo vino por cuenta de las ‘frías’ y de la animada partida de dominó que presenciaba, juego en el que, confieso, mi destreza es altamente deficiente. Vino también del ejercicio de memoria que hicieron los contertulios más veteranos. Recordaron una histórica visita de Daniel Santos en los años cincuenta -no precisaron el año-, la primera que hizo ‘El jefe’ a la ciudad, invitado por don Roberto Esper. Me imagino que con la asesoría de don Marco T. Barros Ariza.

Según ellos, don Roberto tenía un convertible Oldsmobile modelo 50 que había importado don Celio Villalba, y en esa preciosa máquina paseó al ‘Inquieto Anacobero’ por las principales calles de la pujante Barranquilla de ese tiempo. Santos cantó en el ‘Jardín Águila’, que luego bautizaron como ‘La Checa’. Pero lo de antología fue lo que dijeron ocurrió antes del memorable concierto: un ‘destacamento’ de marihuaneros recreativos, como se les dice ahora para diferenciarlos de los estrictamente medicinales, todos de pantalón tubito, camisa tipo liquiliqui y correas delgadas, le hicieron calle de honor a Santos como ‘comandante en jefe’ que era de la tribu de fumadores de cannabis. “Traigan otra tanda”, dije en señal de agradecimiento por la historia.

@HoracioBrieva