Nació en El Socorro, Santander, en 1916, año que marcaba la mitad de la primera gran Guerra en el mundo y la del período del presidente Concha en Colombia. Tal vez los astros le tenían deparado el punto medio, la sindéresis. Se llamaba Mercedes Plata Rueda. Acercándose a los cien años murió hace pocos días en Barranquilla, agradecida con la ciudad que la acogió a ella y a todos sus hermanos. Vivió encarnando con orgullo la cultura zapatoca que exalta las llamadas virtudes burguesas: “El que quiera empobrecer compra lo que no ha menester”, “orden y limpieza son media riqueza”, “todo tiene su dueño”, “al que madruga, Dios lo ayuda”, “la dignidad comienza por aprender a decirte no a ti mismo”, la oíamos decir y vivir en consecuencia. Fue la antítesis de la pobre viejecita de Pombo. Teniendo poco de cada cosa se sentía plena. Tuvo solo dos carros, pero siempre tuvo carro, porque el primero le duró treinta años y el segundo veinte, bien mantenidos siempre. De muebles solo tuvo un juego, el de siempre, de sólida madera, bien pintado siempre. Jardín nunca le hizo falta, con flores siempre. No tuvo hijos, pero dentro y fuera de la familia era conocida con afecto y respeto como “la tía”, así, en singular, así de singular.
Fue una ejecutiva cuando ese rol no existía para las mujeres. Sostenía que la máquina de escribir era la que había roto el cerrojo del trabajo “de cuello blanco” para ellas. Argumentaba que la máquina de coser mantenía la mujer en la casa o la conducía a talleres industriales. La de escribir en cambio le permitía penetrar la hasta entonces infranqueable fortaleza masculina del mundo de los negocios. Fue así como administró innumerables emprendimientos de mi padre por medio siglo, ganándose el respeto de empleados, proveedores y clientes. Su frágil figura contrastaba con su carácter. Enérgica, sin levantar la voz. Persuasiva, directa, sin esguinces. Con el pasar del tiempo fue manejando con la misma solvencia telegramas, télex, fax y, cuando se retiró, el computador. Aprendió Word a los ochenta años y escribió entonces un librito costumbrista con apuntes políticos y económicos de la migración santandereana a Barranquilla, “para arrebatarle los recuerdos al olvido”, que le publicamos a sus noventa años. A los ochenta y cinco se convirtió en internauta y mantenía una red familiar donde ella era el nodo central, una especie de bróker de afectos dispersos en el tiempo y el espacio. Dictó charlas y le publicaron entrevistas sobre “la importancia de internet en la cuarta edad”. Anticipándose a las redes sociales logró por ejemplo que sobrinos nietos de ramas alejadas se encontraran en un bar en Shanghái. A los noventa desde Facebook y con un blog propio interactuaba con varias generaciones en muchos países. Solo sus temblorosas manos le impidieron manejar el iPad, no sin intentarlo.
En un último gesto de determinación pidió por señas que la dejaran sola para asumir, con la misma entereza y dignidad con que vivió, el íntimo acto de morir. Un ejemplo de vida hasta en la muerte. En su reciente libro El héroe discreto Mario Vargas Llosa retrata los héroes anónimos que construyen el mundo. Éste tiene suficientes héroes petulantes, protagónicos, pendencieros; lo que le hace falta son más, muchísimos más héroes y heroínas discretas, como Mercedes, “la tía”.
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