En 1909, el norteamericano Ralph C. Estep, recorrió en automóvil la isla de Cuba. Desde Macagua –un pequeño poblado en la Provincia de Matanzas con apenas 907 habitantes– escribió: “Cuba está loca por el béisbol. Cada equipo local tiene un refinado traje de franela de algodón que se ponen después del juego con el propósito de desfilar por el pueblo”.
Para esa misma época, la misionera bautista Una Roberts Lawrence, decía que “el béisbol ha comenzado con una ola de popularidad que promete colocarlo al frente de todos los entretenimientos en la isla. En las tardes, usted puede manejar en cualquier dirección en La Habana y, en los espacios abiertos cerca de los pueblos y villas, encontrará que se está celebrando un juego de pelota”.
Varios años atrás, el 27 de diciembre de 1874, el Habana Baseball Club, se había desplazado más de 100 kilómetros desde la capital hasta Matanzas, para disputar un partido de béisbol con el equipo local. El acontecimiento, que fue registrado por un periódico de La Habana cuatro días después, sería incorporado a la historiografía nacional cubana como el primer encuentro de pelota practicado en la isla.
El béisbol había llegado desde los Estados Unidos, y muy pronto, una vez consolidada la nación independiente, se convirtió en el deporte nacional. El gusto de los cubanos por el juego de pelota había soportado dos revoluciones: la Guerra de Independencia contra España de 1895, en la que José Martí y Antonio Maceo encontraron la muerte, y la Revolución Cubana de 1959. A pesar de que el deporte más practicado en la nación venía del norte, cuando la revolución impuso la retórica antiimperialista, el béisbol hacía rato estaba allí.
Por eso nada, ni la corona de flores que Obama depositó en el monumento a José Martí en la Plaza de la Revolución ni la cena familiar en el paladar San Cristóbal ni la visita al Palacio de la Revolución ni la cordialidad que se expresaron los dos mandatarios, tuvieron la fuerza suficiente para convertirse en símbolo del cambio sin retorno en el que parecen haber entrado las relaciones diplomáticas entre estas dos naciones. Tenía que ser algo que estuviera allí desde siempre.
Entonces vino el béisbol. Y la tarde del pasado martes 22 de marzo en el Estadio Latinoamericano, la casa de Los Industriales de La Habana, se enfrentaron el equipo de Tampa Bay Rays y la selección cubana de béisbol. Y Obama, vestido desenfadadamente, desfiló su figura atlética por las gradas del estadio, y sonriente, repartió dosis de su carisma arrollador. El día anterior, mientras a la ultraderecha de América Latina le daba urticaria, había dicho en su discurso que estaba allí “para enterrar los últimos vestigios de la Guerra Fría en las Américas”.
Quizá el juego de pelota ya lo había hecho. Porque ha estado en la isla desde siempre, desafiando con su aguaje y su lenguaje de señas, la mezquindad política de uno y otro lado.
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