Cuando John Kennedy alcanzó la presidencia en los Estados Unidos soltó una frase contundente: no se pregunten qué puede hacer el Estado por ustedes, pregúntense qué puedo hacer por mi país. Y hace días resuena en mi mente siempre que escucho voces —en todos los tonos y con actitudes diferentes— sobre el proceso de paz que estamos viviendo en La Habana y la guerra que se mantiene en Colombia.
Sugiero que todos tornemos los ojos y los oídos a esa frase, porque la paz es un asunto de todos y cada uno de nosotros, sin importar el credo religioso, la tendencia política, la etnia o la condición sexual, porque solo así seremos capaces de modificar las emociones negativas que produce el hecho mismo de la guerra en ambos lados de la opinión pública: así como somos muchos quienes queremos el acuerdo y estamos decididos a aprobar la forma que el gobierno presente, también hay muchos ciudadanos que hacen feroz oposición.
Estos últimos parecería que no han comprendido y asimilado la verdad absoluta que subyace en la mesa de discusión: no se trata de una rendición del grupo guerrillero sino de dos ejércitos que no lograron ganar la confrontación por las armas y buscan la salida negociada para que el país salga de la atroz carnicería que ya dura varias décadas y ha cobrado seis millones de víctimas, más de 800.000 desaparecidos y casi 400 secuestrados. Esa negación de las cifras pavorosas proviene única y exclusivamente del odio político, la incapacidad de salir del ambiente de retaliación y el deseo de ver doblada la cerviz de los comandantes de las Farc. No les ha sido suficiente el baño de sangre nacional, continúan obcecados en que es posible arrasar a la guerrilla, algo que ya sabemos es un imposible metafísico.
Y es imposible porque nuestra patria sigue siendo uno de los países con mayor desigualdad en el escenario internacional, aun y a pesar de la inversión social que se viene realizando hace cuatro años. Es decir, la raíz del conflicto no ha sido sanada y necesitamos la paz para que el Estado haga presencia efectiva en grandes extensiones de tierra habitada, donde hasta hoy los únicos que han regulado esas zonas son los diferentes alzados en armas de derecha y de izquierda.
Por eso la pregunta no es qué puede hacer el Estado por nosotros sino qué puedo hacer yo por la paz. Y hay mucho que hacer y aportar: comencemos por ser tolerantes y respetuosos del otro, sin importar su estrato económico, su religión, su tendencia política, su etnia o su orientación sexual. Ver al otro como mi reflejo significa que existe para nosotros y lo consideramos exactamente igual a aquellos que amamos o apreciamos entre nuestros conocidos.
No se trata de amarlos ni desear estar junto a ellos, no. Es más bien tener en consideración que como dijo Rousseau, “No se trata de que todos tengamos la misma riqueza, sino de que nadie sea tan rico como para poder comprar a otro, ni nadie sea tan pobre como para verse forzado a venderse”. A eso lo llamo paz.
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