Imagínese un partido político que, tras muchas discusiones y reuniones, elige un candidato para encabezar una campaña electoral que se antoja muy reñida. Sin embargo, una vez que este candidato ha ganado los comicios, aunque sea por los pelos, en vez de celebrarlo, los dirigentes de su propio partido empiezan a poner en duda su idoneidad para gobernar e inician un debate sobre nombres alternativos. Y todo eso en público. Es lo que acaba de pasar con Jean-Claude Juncker, el candidato principal de los conservadores a presidir la Comisión Europea (CE) en las elecciones europeas del pasado 25 de mayo. Es cierto que la Comisión no es un Ejecutivo al uso, ya que comparte poderes con los gobiernos nacionales de los 28 estados miembros de la Unión Europea. Y el Partido Popular Europeo tampoco es un partido, sino una organización más o menos cohesionada de las diferentes formaciones conservadoras o democristianas de los países que, a menudo, defienden más intereses nacionales que pan-europeos.

Fue el primer ministro del Reino Unido, el conservador David Cameron, quien lideró la oposición a Juncker para ser presidente de la Comisión tras las elecciones. El líder de los tories está preocupado por el triunfo de la derecha antieuropea de UKIP en las islas británicas y temía la llegada de un presidente de la CE, en su opinión, demasiado ‘europeísta’. En un principio, otros líderes compartieron las reservas de Cameron respecto al veterano dirigente luxemburgués. Pero la clave la tenía, como siempre, la canciller alemana Ángela Merkel. Tras un silencio y dudas iniciales acabó decantándose a favor de Juncker, que fue finalmente ratificado por sus correligionarios con la excepción de los británicos y húngaros.

El rocambolesco debate entre las familias conservadoras deja a Juncker bastante tocado como nuevo presidente de la CE a ojos de los ciudadanos, y no solo de los que le votaron. Quizá es lo que pretendían algunos jefes de gobierno, como Merkel, ya que les conviene que el líder del poderoso Ejecutivo de Bruselas sea dócil a los intereses de los estados, como lo ha sido el portugués José Manuel Durão Barroso en los últimos diez años. A los gobernantes nacionales no les gusta la idea de que el jefe de la Comisión haya sido elegido por voto directo de los europeos, ya que esto le da mayor legitimidad.

Curiosamente, el luxemburgués ha recibido más apoyo de su rival en los comicios europeos, el socialdemócrata alemán Martin Schulz, que ahora repite como presidente del Parlamento Europeo. Juncker necesita los votos de los socialistas para ser ratificado por la Eurocámara, algo que se da por hecho. Pero allí deberían terminar los favores, aunque la gran fragmentación del nuevo Parlamento probablemente empujará a conservadores y socialistas a votar juntos en muchas ocasiones. Los partidos antieuropeos triunfaron en las elecciones, logrando unos 120 diputados. Si los dos grandes partidos llevan los asuntos en una especie de gran coalición, la próxima vez podría ser aún peor.

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