No, no voy a hablar de la desnutrición de los niños wayuu ni de cualquier otra etnia perdida en los rincones del país adonde el progreso del ‘blanco’ los ha ido requintando, y lo escribo encomillado porque en Colombia solo existe un pequeño grupo en las montañas antioqueñas que parece no tener mezcla racial, y sí, son muy blancos, ojiclaros y de estatura mayor al promedio nacional. El resto somos una paleta de mestizaje y, todos, con el negro detrás de la oreja y el indígena entre pecho y espalda, salpicados por gotas europeas de conquistadores que traían ya un componente árabe de piel oscura.
Quiero referirme al robo vil, descarado y sin parangón de la infancia, en especial de las niñas, a quienes sus madres les estimulan comportamientos de adultas a través del vestuario, sus actitudes y el maldito celular de última generación, este último también para los varones. Comencemos por lo que atañe a ambos sexos: la tecnología virtual, nueva fórmula para mantenerlos “distraídos”: no bien llegan los padres a casa o al restaurante o a la visita, le entregan a los menores su aparatico y ellos se desentienden sin saber qué hacen, qué miran o qué leen. Se supone que les abren una página de juegos pero no cuidan de cerca si estos cambian la página y se sumergen en contenidos para adultos. Hace tres minutos me comentaba el portero de mi edificio que vio un video de niñitos en uniforme rojo bailando con perreo, en cuatro patas y con enjundia de buscadores de un encuentro sexual. ¿Es eso una diversión infantil? No lo acepto. Lo que hagan los mayores de edad me tiene sin cuidado, para eso son adultos, pero encuentro inadmisible tal baile entre ellos.
Lo primero, informarles que científicos han comprobado que el uso temprano de alta tecnología causa graves daños al desarrollo motriz y cognitivo de las personas, con el ruego de no reemplazar los juguetes tradicionales por el tal aparatico ni convertirlo en niñera para disfrazar su ausencia, porque en el fondo esa es la gran verdad: nuestros infantes están creciendo en manos de extrañas casi siempre apenas con primaria o tías muy mayores o abuelos cansados, porque los progenitores se desloman al unísono en arduos empleos para aumentar el nivel adquisitivo de la familia y, como no, subir de estatus.
Lo segundo, rogarles a las madres no estimular ni obligar a sus pequeñas a participar en reinados y competencias de belleza que no enriquecen su espíritu ni fortalecen la personalidad, sino que, por el contrario, son causa de la primera gran decepción con serias consecuencias, así los organizadores maquillen su negocio —vil y deteriorante— con frases como “...no es solo destacar la belleza física sino convertirme en su guía y pedagogo, para que logren descubrir los valores de sus vidas y los talentos que poseen” (Gente Caribe, pag. 8, 16- 04-2016) No se lo cree ni quien lo dice, juá, juá.
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