Las agresiones que sufrieron los asistentes a la plaza de toros La Santamaría, en Bogotá, que dejaron al menos 30 heridos, no son, infortunadamente, un hecho aislado. Alrededor del mundo se están multiplicando brotes de un paradójico tipo de violencia en defensa de causas progresistas. En la Universidad de Berkeley, California, cuna del movimiento por la libertad de expresión en los años sesenta, manifestantes enfurecidos prendieron fuego en las calles y atacaron a transeúntes para protestar por la conferencia de Milo Yiannopoulus, un agitador de derecha que venera a Donald Trump y que, para más inri de sus detractores, es abiertamente homosexual. Que un hombre gay apoye a Trump los sume en un estado de perplejidad del que solo se recuperan rompiendo vitrinas. El día de la toma de posesión de Trump, Richard Spencer, un nacionalista y supremacista blanco, a quien sus críticos tildan de nazi, fue golpeado en la cara durante una entrevista por un hombre encapuchado. Al parecer, para ciertos opositores del nuevo gobierno se justifica agredir a quienes no comparten sus valores.
No sé en qué momento me perdí, pero ¿no se suponía que el progresismo defendía la libertad de expresión, los derechos de las minorías, la apertura mental, el libre desarrollo de la personalidad y demás? ¿En qué momento dio un giro hacia la represión violenta y la supresión del disenso? Se ha señalado varias veces la ironía de que los ‘antitaurinos’, que quieren acabar con la tauromaquia por violenta, acudan a la violencia para conseguir su propósito. No es menos irónico que quienes acusan a la sociedad de ser un entramado de estructuras de poder represoras se conviertan ellos mismos en represores cuando las cosas no salen como quisieran.
“Prohibido prohibir”: así decían los carteles antiautoritarios de los manifestantes de Mayo del 68. Sus herederos contemporáneos, soliviantados por el ascenso de personajes como Trump, han traicionado esa consigna y se han vuelto fundamentalistas, censuradores y gazmoños. El método al que se acude para perseguir un fin puede enaltecer o envilecer a quien lo aplica. Cuando el progresismo se rebaja al uso de la violencia, se convierte en el espejo de algunos de sus más odiados enemigos. Y, al convertir al enemigo en víctima, la otorga una victoria moral a los ojos de la sociedad.
A mí me parecen lunáticas las doctrinas de los nacionalistas gringos, y hasta me puedo complacer con la justicia poética de que uno de ellos haya recibido un sopapo. En cuanto a los toros, no sabría distinguir una muleta de un mantel. Pero, por detestables que nos parezcan ciertas prácticas o personas, no podemos dar el paso de normalizar la violencia por motivos ideológicos. Y eso aplica doblemente para nosotros, los colombianos, pues por ese camino se llega de nuevo a las guerrillas y el paramilitarismo. ¿Qué diferencia hay entre la violencia de los grupos armados y la de quienes ahora agreden en nombre de causas ‘nobles’? Una de grado, mas no de clase.
Un obstinado defensor de la libertad, el pensador austriaco F. A. Hayek, dijo: “Si queremos preservar una sociedad libre, es esencial que reconozcamos que la conveniencia de un objetivo particular no es suficiente justificación para el uso de la fuerza”.
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