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El 6 de agosto de 1915 apareció el siguiente aviso en el periódico La Unión Comercial, de Cartagena de Indias: «Permanentemente tengo a la venta […] ‘bolas de cascarilla’ para el cutis, que iguala las razas; oh! Las trigueñitas se ponen como circasianas! No se olvide de este aviso; acuda donde Ricardo E. Román que la dejará buena, bonita y blanca». Estas expresiones cotidianas de racismo no eran extrañas en la vieja ciudad esclavista. Eran parte de la cotidianidad del puerto, cuya élite, para entonces, luchaba a brazo partido por recrear un pasado hispanista.

Por eso no era raro que en una monografía de la ciudad, publicada en 1929, se ilustraran las primeras páginas, dedicadas a la ‘raza’, con un grabado que remitía la iconografía del Medioevo. Un jinete acorazado, con todos los aparejos que nos trasladaban a la simbología de la tradición medieval, aparecía como una figura tutelar que bajaba del cerro de La Popa a irradiar luz sobre la ciudad. Esta construcción simbólica, que mandaba a la trastienda a la población negra, venía de mucho tiempo atrás. En 1822, cuando en la ciudad todavía se escuchaba el eco de la artillería por las batallas de independencia, una geografía de Colombia –atribuida a un cartagenero– decía que la población de Cartagena se componía de «descendientes de indios y de chapetones».

Todo parece indicar que la población negra, que a todas luces superaba en número al resto de habitantes de la ciudad, resultaba incómoda en la visión que se pretendía construir ante el mundo de que éramos un país libre y civilizado. De modo que había que borrarlas de un plumazo. Dentro de la simbología en formación de la nueva nación, era absolutamente claro que lo negro no tenía cabida, y la exclusión se convertía en una tradición.

Las prácticas cotidianas de exclusión y discriminación contrastan con la fuerte presencia de la población negra en la ciudad. Cartagena adoptó un temprano rostro negro y en medio de la crudeza del sistema esclavista y de las jerarquías que hacían del color de la piel un referente del lugar que se ocupaba en la sociedad, la población negra desarrolló variadas alternativas para hacer sus vidas más llevaderas. Se movían por toda la ciudad y gracias a ello convirtieron la calle en espacio de encuentro, de intercambios y de solidaridad; sin descartar la fuga hacia espacios de difícil acceso. Así, en el tránsito del antiguo régimen a la República, negros y mulatos serían fundamentales en el proceso de consolidación de la independencia.

En la imagen, ‘Mercado de Cartagena’, grabado de A. De Neuville (1875).

Entrado el siglo XIX, después del proceso independentista, la calle, que desde los tiempos coloniales –ante la primacía de una esclavitud doméstica y a jornal– fue el espacio propicio para el proceso de intercambio relacional de los negros y mulatos, esclavizados y libres, seguiría siendo escenario de movilización. En esta ocasión espoleada por los discursos políticos en boga.

Sin embargo, a pesar de que en ninguna ciudad del territorio colombiano se nota tanto el legado de la diáspora africana como en Cartagena de Indias, y de que la traída de esclavizados es el hecho de mayor impacto en su conformación histórica, ningún tema ha sido más soslayado. Las dinámicas de exclusión trascienden lo discursivo. Los procesos de modernización urbana, desde los primeros años del siglo XX, hasta los de los tiempos actuales, se han caracterizado por establecer procesos de marginalización y desplazamientos fundamentados en componentes raciales. La historia de la ciudad está llena de referencias a la jerarquización de los espacios públicos y al desarrollo de prácticas de negación del disfrute de esos lugares a la población negra pobre.

En 1984, la Unesco declaró a Cartagena de Indias como Patrimonio Histórico y Cultural de la Humanidad. El uso de esta patrimonialización se ha basado fundamentalmente en la valoración estética de la arquitectura y poco o nada en la implementación de políticas públicas que defiendan o incluyan el patrimonio inmaterial de quienes hicieron posible, con su trabajo cotidiano, la edificación de las obras históricas que tanto se veneran. La valoración al componente humano se queda en los límites del reconocimiento a los arquitectos o a los ingenieros militares, pero no hay un interés por entender al pueblo negro que participó en este proceso.

Hace cinco años, Howard Donson, director del Centro para la Investigación de la Cultura Negra de Estados Unidos, dijo en la ciudad que «la restauración y conservación de las ciudades coloniales como Cartagena deben servir para mostrar el aporte de los afrodescendientes, que fueron sus verdaderos maestros y constructores, y no para honrar la memoria de la élite colonial, como pareciera suceder». De modo que el reconocimiento de los sitios de memoria afrodescendiente es una forma de reconocer el valor de esta población en la construcción de la sociedad y la cultura, y de buscar estrategias de inclusión ciudadana, en un espacio que ha estado marcado históricamente por las dinámicas de exclusión y marginalización sustentadas en el color de la piel.

Superando la exclusión y el racismo imperante contra esta población, es necesario fomentar una memoria histórica cotidiana que destaque la importancia de la influencia afrodescendiente en la construcción cultural y material de la ciudad. A pesar de que los recientes estudios históricos han demostrado hasta la saciedad que no se puede entender la formación de Cartagena desconociendo el aporte negro, la ciudad no se ha reconciliado con su memoria afrodescendiente.

Las prácticas sociales y los referentes urbanos existentes no han permitido convertirla en un lugar de memoria que recuerde la importancia histórica de esta población y resalte sus valores actuales. En el desarrollo de su vocación turística se ha privilegiado un discurso con pretensiones hispanistas y neocolonialistas, que ha dejado de lado toda la riqueza cultural y material de su herencia negra.

Hoy en día, en sitios como la Plaza de la Aduana y la Plaza de los Coches, escenarios por excelencia donde se desarrolló la compra y venta de esclavizados, no existe la más mínima referencia que les recuerde a quienes por allí se mueven, que en ese lugar se ubicaba el principal mercado de compra y venta de seres humanos traídos del continente africano.

En el barrio de Getsemaní existe también una traición a la memoria negra que se expresa de otra manera. En este vecindario se formó un importante grupo de artesanos negros y mulatos que jugaron un papel decisivo en el proceso independentista a comienzos del siglo XIX. Sin embargo, cada vez más, los descendientes de quienes construyeron su historia heroica son obligados a salir del espacio que habitaron toda la vida. Su pasado libertario terminará convirtiéndose en un simple suvenir para sus nuevos ocupantes y para quienes lo visitan.

Mientras la memoria de la población negra en Cartagena de Indias siga siendo incómoda –en pleno siglo XXI– la ciudad estará condenada a seguir repitiendo, como lo ha venido haciendo por años, modelos de desarrollo incapaces de construir soluciones de vida digna para la mayoría de sus habitantes negros y pobres.