El Gobierno Nacional acaba de imponer una multa de menos de 2 millones de dólares a la empresa carbonífera Drummond, (una suma que equivale a la caja menor de un mes de esa multinacional) por cuenta de un vertimiento de más de 5 toneladas de carbón en el lecho marino de Santa Marta. Suena a parapeto la decisión, pues la sanción es irrisoria y el daño ambiental es evidente.
En los países serios, los castigos para ese tipo de eventos son realmente ejemplarizantes, y, si no, que lo diga la petrolera BP que debió entregar hasta los calzoncillos de sus ejecutivos para resarcir los perjuicios causados por un derrame de crudo en el Golfo de México. No nos llamemos a engaños: el Gobierno solo tiene cabeza para pensar en la reelección de Santos y en cómo detener su vertiginosa caída en las encuestas, es lo único que les preocupa. Eso explica por qué actúan con tanto desdén frente a un tema tan trascendental como este. Que Juan Gabriel Uribe sea el Ministro del ramo reafirma mi tesis: Uribe sabe de medio ambiente, lo que yo de física cuántica.
En Santa Marta y el resto del país era un secreto a voces los graves daños ecológicos que han venido causando en el ambiente el transporte y almacenamiento del carbón que llega a esa bahía proveniente del departamento del Cesar. El desastre se habría podido evitar si el Gobierno hubiera ejercido una veeduría seria y responsable, pero no, era necesario llegar a una situación extrema para que el ejecutivo volteara su mirada.
Tampoco ha merecido siquiera una mención del Gobierno el robo de los recursos provenientes de la exportación del carbón. Las regalías se quedan en el municipio de Ciénaga, pues bajo esa jurisdicción operan los puertos de embarque para exportar el producto minero al exterior. En el entretanto, las playas de Santa Marta se han convertido en una verdadera cloaca, gracias a la contaminación. En Ciénaga se ‘desaparece’ hasta el último peso. El atraso de ese pueblo es impresionante y la olvidada Santa Marta padece todo el impacto ambiental.
Lo que ocurre a lo largo y ancho de la geografía nacional es francamente preocupante: las multinacionales mineras están arrasando con todo, pero eso no parece importarle a nadie. Son pocas las voces que se han atrevido a levantarse contra la depredación del medio ambiente y el abandono estatal de las comunidades aledañas a los centros de explotación minera. El valiente e inteligente senador Jorge Enrique Robledo ha hecho innumerables críticas sobre las concesiones mineras, las desventajas laborales de los empleados de las mismas y el grave daño ambiental que ocasionan. Robledo es un solitario en un desierto de insensatos que no entienden que la naturaleza un día nos pasará factura de cobro por tantos desmanes.
Ya es hora de que la protección del medio ambiente se vuelva de verdad una política de Estado. Ya está bueno de que las Corporaciones Autónomas Regionales sigan siendo el fortín electoral y económico de los políticos de turno y ejerzan la labor para la cual fueron concebidas. El Ministerio de Ambiente no puede estar en manos inexpertas. La salvaguarda del ecosistema no puede depender de los devaneos de los gobernantes y sus áulicos.
Todos los funcionarios públicos, del Presidente para abajo, tienen la obligación legal y moral de propender por el respeto al ecosistema y exigirle a las multinacionales mineras, por más importantes y poderosas que sean, el acatamiento estricto de las normas que protegen el medio ambiente. Si no, que se larguen con sus máquinas a otra parte.
El Presidente de la República está a tiempo de rectificar el rumbo para demostrar que está más interesado en proteger los recursos naturales que en atornillarse al poder.
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Por Abelardo De La Espriella
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