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Cada cierto tiempo en el país se avivan polémicas –en medio de la problemática nacional– que terminan moviendo las hondas pasiones de la opinión pública.

Por estos días, la controversia ha corrido por cuenta de la embestida del alcalde de Bogotá, Gustavo Petro Urrego, contra las corridas de toros. Como la fiesta brava ha tenido su ícono histórico referencial en la Plaza de Santamaría y ha sido tradicionalmente una celebración de las élites santafereñas, la posición de Petro ha tenido acogida, según las encuestas, en la mayoría de los bogotanos.

Pero la postura del burgomaestre ha exacerbado la radicalidad de reconocidos amantes de los toros de lidia, como el conocido columnista Antonio Caballero, quien en su último artículo de la revista Semana escribe: “una corrida de toros no es una carnicería, sino una fiesta”.

Por reflejo, la polémica de los bogotanos ha llegado a la Costa Caribe donde, de nuevo, se ha puesto en la picota pública la cuestión de las tradicionales corralejas sabaneras.

Voces trepidantes se han escuchado a favor y en contra de estas fiestas bárbaras en las que el saldo común son los muertos y heridos. El barranquillero Salomón Kalmanovitz escribió en su columna de El Espectador: “Si el toreo es la herencia hispánica que se reproduce en algunas ciudades y pueblos del país, la corraleja es la adaptación terrateniente costeña de las fiestas de San Fermín, en la que se sueltan los toros contra una multitud que se divierte huyendo de sus cornadas”. Pero hay notables diferencias, como dice Kalmanovitz, entre la tauromaquia y las corralejas, porque en la primera a los que maltratan y llevan a la muerte es a los toros de lidia, mientras que en las corralejas, las víctimas suelen ser campesinos que se lanzan al ruedo animados por una botella de ron y estimulados por la posibilidad de ganarse unos pesos.

El problema que enfrentan los adversarios de estas tradiciones es el enraizamiento profundo que tienen en la cultura del país. Y ya sabemos que lo más difícil y lo que más tiempo toma en una sociedad son los cambios culturales.

De modo que la propuesta del alcalde Petro podrá tener mucho calado popular, pero encuentra la resistencia de los sectores que asumen la fiesta brava como parte sustancial de la colombianidad. Asimismo, la exigencia de quienes en la región solicitan eliminar las corralejas enfrenta el rechazo de los pueblos que no podrían concebir la vida sin estos rugientes y sudorosos espectáculos.

Como ha recordado Semana en su última edición: “No son nuevos los intentos en la historia de la humanidad de prohibir la lidia de los toros de casta (la lidia no es otra cosa que la preparación para la muerte del animal). Han buscado erradicarla o condenarla, entre otros y con poca suerte, el papa Pío V, con su intento de mandarlas a la hoguera en 1567; Carlos IV y los borbones, recién instaurados en España, en 1805, y dictadores como Fulgencio Batista en Cuba y Antonio de Oliveira Salazar en Portugal. A decir verdad, solo estos dos últimos han logrado algo. Batista en la isla, para complacer a su esposa, y Salazar, a medias, por cuanto se siguen dando corridas en Portugal en las que el toro no muere en el ruedo”.

Cuando en Colombia el asunto llegó a la Corte Constitucional, este alto tribunal fijó jurisprudencia permitiendo la actividad taurina, pero indicó que solo se podría adelantar donde siempre ha existido, aunque moduló su fallo dando lugar a un desmonte paulatino.

La decisión política de Petro, según se ha conocido, es meterle política a los toros y convocar a una consulta para que el pueblo bogotano decida. Sus detractores dicen que no es aconsejable tratar el tema por esa vía y le han pedido que respete a las minorías que gustan de la tauromaquia. (Entre esas minorías se encuentra buena parte del alto Gobierno: cinco ministros estuvieron en la corrida del domingo.) Va emergiendo, entonces, que no será fácil para Petro eliminar de un plumazo la fiesta brava o, incluso, despojarla del sacrificio del toro, pues la esencia de las corridas, su emoción, como lo proclaman los taurófilos, está en el momento de la estocada, cuando el diestro hunde su estilete en el lomo del animal.

Por ahora, Petro le ha puesto una banderilla a la Santamaría quitándole el respaldo económico del Distrito Capital. Pero va a seguir pesando –en medio de las audaces pretensiones revolucionarias de Petro– la fuerza de la tradición.

Lo esencial del debate es que una práctica, por el solo hecho de portar la bandera de ‘tradicional’, no está exenta de ser revisada, a la luz de emergentes modelos de pensamiento. Y si el ser humano de la modernidad ha decidido tener vínculos más estrechos y cordiales con la madre natura, tendríamos que a futuro el desmonte de cualquier actividad que ritualice o celebre el sufrimiento de un ser viviente, llámese fiesta brava, corralejas o coleo, va quedando como única opción, algo que como medio progresista apoyamos con entusiasmo.

Es en este escenario, y no en el del populismo, el proselitismo político y la lucha de clases, donde debe darse el verdadero debate al respecto.