Desde el referéndum del 23 de junio en el que el 52% de los votantes del Reino Unido optó por su salida de la Unión Europea, los británicos desayunan prácticamente todos los días con malas noticias. La libra esterlina sigue cayendo, muchas empresas e instituciones plantean marcharse y los nacionalistas escoceses ya perfilan una nueva consulta de independencia. A eso se suma el caos político. El anuncio de dimisión del primer ministro conservador David Cameron puede parecer coherente, ya que estaba a favor de la permanencia en la UE. Pero también se puede argumentar que debería ser él el responsable de ejecutar la voluntad popular, porque la idea del referéndum fue suya.
Más sorprendente fue la renuncia de Boris Johnson (exalcalde de Londres) a optar por la sucesión de Cameron. ‘Bozza’ fue uno de los líderes de la campaña a favor del Brexit, mayoritariamente por puro oportunismo, dado que hasta hace poco había sido relativamente proeuropeo. Johnson nunca ha dejado de ser un elitista frívolo que percibe la política como un simple juego. El otro payaso –con perdón a los payasos– es Nigel Farage, el líder del UK Independence Party que también dimitió. Este político, al que le gusta explicarse desde algún pub de la Inglaterra profunda, pinta de cerveza en mano, dijo con toda seriedad que se iba porque había alcanzado su objetivo, que era la salida de la UE. Farage tiene una responsabilidad muy importante en la campaña de mentiras y semiverdades –de las que ya no quiere acordarse– que ha empujado el Brexit.
Muchos británicos ahora se arrepienten de haber votado por la salida. Alegan que no eran conscientes de las consecuencias reales y dicen sentirse engañados por políticos como Johnson y Farage. Algunos ya piden dar marcha atrás y anular el referéndum o convocar otro. Pero otros alegan que esto sería antidemocrático y que hay que respetar la voluntad del pueblo, aunque técnicamente la consulta no sea vinculante. La consulta británica me recuerda a otro referéndum no vinculante de hace un año, cuando el gobierno griego de Alexis Tsipras sometió a votación el duro catálogo de recortes que le imponía la UE a cambio de un tercer rescate financiero. La mayoría de los griegos rechazó el plan, aunque nadie, ni Tsipras ni los dirigentes europeos, se habían molestado en explicar realmente en qué consistía la alternativa. Al igual que Johnson y Farage, Tsipras, del partido de izquierdas Syriza, tuvo pánico ante la idea de tener que poner en marcha la voluntad de su pueblo. Así que decidió hacer caso omiso al resultado y aceptar otro paquete de recortes igual de duro.
No sabemos cómo sería Grecia hoy si Tsipras hubiera hecho caso a los votantes, ni mucho menos cómo será el Reino Unido en el futuro tras el Brexit. Lo que parece claro es que consultar a la ciudadanía sobre temas de tal envergadura solo tiene sentido si la gente realmente sabe qué consecuencias tendrá su voto. De lo contrario, estamos secuestrados por los demagogos de turno que prometen el paraíso en tierra.
@thiloschafer